El ejercicio del periodismo consiste en un equilibrio entre lo sencillo y lo complejo, pero últimamente se exige más de lo primero y menos de ... lo segundo. En algún momento hizo fortuna el principio de que «si uno dice que llueve y otro dice que no, tu trabajo como periodista es abrir la ventana y comprobarlo». El enunciado encierra toda la belleza del aforismo, lo que pasa es que cuando el periodista abra la ventana, le dirán que eso no es abrirla, sino entornarla; que ésa no, que abra la otra; que no la tenía que haber abierto ahora, sino hace un rato o –mejor aún–, dentro de un rato; y que por qué llama «lluvia» a lo que en realidad es sirimiri o aguacero o chubasco o tormenta de verano o borrasca o gota fría o dana.
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Por qué, en definitiva, el periodista oculta que «esto son cuatro gotas» y que «parece que va a despejar», aunque «lo peor está por venir». A estas alturas de la sociedad de la información, da igual a qué conclusión llegue el periodista que abrió la ventana. Si cinco siglos después todavía hay un enconado debate sobre si el descubrimiento de América fue una colosal misión civilizatoria o todo lo contrario, si también lo hay sobre quién y cuándo comenzó la Guerra Civil y si incluso hay quien niega que ETA desapareció y sostiene que en realidad gobierna España, cualquiera se imaginará lo que supone contar acontecimientos en tiempo real. En el caso de los incendios, el hecho de que a tantos que exigen la intervención del Ejército les esté costando entender que la Unidad Militar de Emergencias es una unidad militar ya da alguna pista del reto que afronta el periodismo que abre ventanas. Por otro lado, qué ventana le va a abrir a quien se ha empadronado en un búnker y no lo sabe.
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