«Me decía que no valía para nada y me lo creí. Perdí mi personalidad, ya no era nada»
Una guipuzcoana víctima de violencia de género relata su historia apoyada por su psicóloga
Encerrada en su habitación durante horas, totalmente a oscuras e incomunicada, Miriam –nombre ficticio– era obligada por su pareja a reflexionar sobre sus errores. Horas pensando y llorando en las que era incapaz de comprender por qué se le castigaba. Sin embargo, una vez liberada de su encierro, siempre pedía perdón, aunque no supiera la causa. Ella, que se consideraba una mujer independiente, segura y fuerte, vio como él le iba absorbiendo y arrancando cada rasgo de su personalidad sin apenas darse cuenta. «Lo perdí todo, no era nada», admite.
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A pesar de que hace tiempo que esta guipuzcoana se separó, los fantasmas de su pasado le siguen atormentando y las secuelas de su sometimiento son todavía evidentes. El miedo, el que rigió su vida durante tanto tiempo, le impide dar la cara, aunque la necesidad de ayudar a otras mujeres maltratadas le empuja a contar su historia, que empezó con un inocente noviazgo entre dos jóvenes. Una relación que pronto descubrió las primeras sombras. Poco a poco Miriam, reclamada por su novio, fue apartándose de su entorno. Su familia, sus amigos, le advertían de ello. «'Nos estás dejando de lado', me decían, pero yo no lo veía, es más, me enfadaba con ellos porque no entendían que él me necesitaba. Me avisaron de lo que me estaba haciendo, pero yo no les creía y permití que me aislara de todo», cuenta.
Con su círculo social reducido al mínimo, «porque era muy, muy celoso y amenazaba a la gente para que no se relacionara conmigo y me obligaba a no ver a ciertas personas», Miriam se fue encerrando en casa. Apenas salía, y si lo hacía, siempre era acompañada de su pareja, que pasó a ser marido y padre de su hija, que ahora tiene 10 años. A su familia, preocupada por su situación, le mentía, «aprendes a hacerlo, porque si fuera notan que estás mal en casa lo acabas pagando». Con el paso del tiempo, su dominación fue tal que hasta dejó de trabajar. «Me inutilizaba. Siempre había trabajado y me había gestionado perfectamente, pero me empezó a decir que no valía para nada, que sin él no era capaz. Me lo repetía tantas veces que al final me lo creí». Perdió su autonomía personal y económica, «llegó un momento que no podía ni coger un autobús porque me veía incapaz de sacar un euro de la cartera y pagarlo».
¿Cómo puede una mujer como Miriam sucumbir de tal manera al manejo de un hombre? «Lo hizo de una forma tan sutil… Los maltratadores no solo atrapan a las personas más débiles. Hasta la mujer más fuerte puede caer en su trampa», afirma. Leire Veramendi, una de las psicólogas que integra el programa de atención a víctimas de violencia de género de la Diputación de Gipuzkoa y que asiste a Miriam desde hace años, asegura que «los hombres maltratadores argumentan de forma tan contundente que les convencen de cualquier cosa».
A Miriam le hizo creer que padecía una enfermedad mental. Acudió a psicólogos y psiquiatras, aunque en las sesiones siempre estaba acompañada, por lo que no podía explicar la verdadera razón que se escondía tras su ansiedad. La medicación solo empeoró su situación. Intentó quitarse la vida hasta en dos ocasiones. «Me sentía muy culpable y le pedía perdón por tener que aguantarme», asegura.
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«Lo hago por tu bien»
Leire no olvida la primera vez que recibió a Miriam en su consulta. «Nunca había visto a nadie en ese estado. La verborrea era tal que no sabía ni lo que decía, tenía la mirada perdida... el nivel de pastillas que tomaba era muy grande y estaba muy desorientada», recuerda. Acababa de dar el paso de poner fin a su relación, y una asistenta social la derivó al servicio foral de atención a víctimas de violencia machista. «Cuando llegan, todas presentan una serie de problemas comunes, como la falta de autoestima, el sentimiento de vergüenza y culpabilidad, también el de haber fracasado en su proyecto de formar una familia, aislamiento social... », explica la psicóloga. Además, hay una secuela que nunca desaparece. «El miedo se les queda muy dentro. Miedo a los hombres, a tener una relación y que les vuelva a ocurrir, a volver a crear el círculo social que habían perdido...».
Una de las secuelas que aún sufre Miriam es el miedo a la oscuridad. En su memoria siguen grabados los episodios en los que su expareja la encerraba en su habitación, bajaba las persianas y la arrinconaba en una esquina. A unos centímetros de su cara y mientras ella temblaba de terror le obligaba a mirarle a los ojos para decirle: «Esto lo hago por tu bien. Tienes que reflexionar. De aquí no sales hasta que yo lo diga».
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También sufre claustrofobia. Cuando se monta en un ascensor se le dispara el pulso, a causa de los muchos días que pasó confinada en su casa, sin llaves y sin teléfono, «totalmente aislada». A pesar de todo seguía teniendo esperanza, alimentada por las contadas veces en las que su pareja mostraba arrepentimiento y le pedía perdón de rodillas. «Ahí se me iluminaba todo de nuevo, pensaba que podía cambiar. Pero el cuento de hadas duraba tres días contados, y luego todo volvía a ser igual». Eso significaba una ausencia total de empatía o de muestras de cariño, continuos ataques verbales y encierros e incluso tener que mantener relaciones sexuales obligadas. «Aguantaba por mi hija. Era una mujer echada para adelante y perdí mi personalidad, la seguridad en mí misma. Ya no era nada».
Su estado psicológico empezó a afectar también al físico. «Mi cuerpo empezó a psicosomatizar toda mi ansiedad y me puse enferma». «Es algo habitual, el estado de nerviosismo en el que viven las mujeres maltratadas es tal que las dolencias que sufren se vuelven crónicas», afirma Veramendi. Fue en una de sus visitas al médico cuando vio la posibilidad de poner fin a su calvario. Una doctora que percibió su sufrimiento tuvo la destreza de impedir que nadie la acompañara durante la consulta, como siempre ocurría. Esa muestra de confianza fue una señal para Miriam, que tuvo la oportunidad de contarle por primera vez a alguien el infierno que estaba padeciendo.
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A partir de ese momento el mecanismo para la atención a las víctimas se puso en marcha. La doctora contactó con los servicios sociales y Miriam, acompañada por su madre, quien a pesar de haber sido «repudiada» por su hija no dudó en ayudarla, acudió para relatar su caso y empezar a recibir ayuda.
El miedo a denunciar
Miriam, como muchas otras mujeres que sufren violencia de género, no ha denunciado a su maltratador. Cuando fue entrevistada por primera vez por la asistente social, esta le instó a hacerlo. «Pero tenía mucho miedo». Se armó de valor para decirle a su marido que quería terminar con la relación, y comenzó un duro proceso de divorcio que aún le crea muchos dolores de cabeza. «No estuve bien asesorada. Mi abogado llevó el caso como un divorcio más y el maltrato se lo guardó como un as en la manga, que utilizaría solo en caso necesario». En una de las vistas en el que el letrado sacó los hechos a relucir, el juez advirtió de que si se trataba de un caso de maltrato tendría que ser tratado en el Juzgado de Violencia Sobre la Mujer. «Ahí me decidí a denunciarle por malos tratos, pero mis abogados me obligaron a firmar una renuncia. Creo que sabían que tenían el juicio por el divorcio ganado y no querían meterse en un caso más complicado que se podía dilatar en el tiempo sin la seguridad de salir victoriosos», explica Miriam.
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Contaba con el informe realizado por la psicóloga del servicio foral, así como por otro elaborado por un médico forense que estableció que existían indicios de que su perfil se podía corresponder con el de una víctima de violencia de género. Otro abogado que conoció el caso decidió reabrirlo, «porque veía muchas posibilidades de ganarlo», pero finalmente quedó archivado por la falta de pruebas presentadas. «Le hemos denunciado por mala praxis. Me siento impotente porque no se ha hecho nada por defender mi verdad», afirma Miriam.
La consecuencia es que actualmente tiene que verse cara a cara con su expareja por la custodia compartida de su hija. «Me duele mucho porque ella está sufriendo, no es ajena a lo que ocurre y hace preguntas… además su padre la utiliza para hacerme daño y está en medio de todo», se lamenta.
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Aunque con esfuerzo, poco a poco está reconstruyendo su vida. Ha recuperado a su familia y a algunos de sus amigos y ha vuelto a trabajar. «Estoy orgullosa porque soy yo misma otra vez. Todavía me queda mucho camino por recorrer, aún soy muy vulnerable y soy consciente de que esto es algo que me acompañará de por vida. Pero se puede salir, aunque hay que ser muy dura», reconoce. Lo que más le ha costado ha sido «volver a integrarme en la sociedad y confiar en la gente», algo que manifiestan muchas mujeres víctimas «porque se sienten muy juzgadas por el resto», explica Veramendi. Además, Miriam asegura que aún tiene muy interiorizado el sentimiento de culpabilidad, «sigo pidiendo perdón por todo, especialmente a los hombres».
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