El desgarrador testimonio de una gazatí que vive en Zarautz: «Sueño que matan a mis hijos en Gaza, solo quiero traerlos a Gipuzkoa»
Nahla AS Ismail, mujer gazatí afincada en Zarautz, relata cómo consiguió salir junto a dos de sus seis hijos de la Franja tras una ataque de Israel en enero de 2024
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ahla camina despacio. Se sienta en cuanto puede y eso que solo tiene 47 años. Nahla tenía siete hijos. Ahora solo le quedan seis. Y de cuatro de ellos hace más de diez días que no tiene noticias. No sabe nada. Vive como puede. Si a eso se le llama vivir. Su marido también murió. Igual que sus hermanos, tíos y demás familiares. Nahla es gazatí.
Nació allí en el campamento de Al Maghazi en el centro de la ciudad de Gaza, pero desde hace unos meses vive en Zarautz con dos de sus hijas en un piso tutelado por Cear Euskadi. Llegó sin pertenencias. Solo con sus recuerdos. Esos que a veces son tan borrosos, a veces tan nítidos y tantas veces tan oscuros. Sueña que sus «hijos se mueren, que les bombardean y que sus pedazos se esparcen por el suelo». Ni siquiera tiene una foto de sus muertos. «No sé si alguien los enterró. Si siguen allí entre los edificios derruidos», se lamenta. Llora al recordar. Mira al cielo. Se agarra las manos, las entrelaza. Se hace el silencio.
Lleva meses intentado contactar con conocidos de su hija mayor, que falleció tras un ataque en enero del año pasado, para que le manden alguna foto. «Le dejé sola. Si hubiese sabido que iba a fallecer, me habría despedido de ella. Se quedó sola. Ahí, en un rincón, hasta que murió», consigue verbalizar. Se lamenta. Se culpa. Quiere un papel, una imagen, algo a lo que aferrarse.
A Nahla ni siquiera le dio tiempo a huir de la Franja. Salió. Salió como pudo, casi obligada por sus lesiones y las de dos de sus hijas, por el paso de Rafah a Egipto porque le tenían que operar urgentemente después de que un misil israelí, el mismo que acabó con la vida de su hija mayor y su marido, le destrozara la espalda. Desde aquel día «nunca he pensado otra cosa que no sea la salud de mis hijos. Yo no importo. Solo ellos. Es un sufrimiento. Perdí mi casa, mi marido, mi hija y tengo a cuatros hijos lejos de mí».
No se atreve a pronunciar la palabra afortunada pero dice sentirse aliviada de estar en Gipuzkoa. Lo dice con el corazón encogido, reclinándose en la silla, mirando casi al cielo y tapándose la cara. «Solo quiero sacar a mis hijos de allí». Llora. Sus ojos negros lo dicen todo. Sobran las palabras.
Bombardeo de Israel
Nahla era abogada, llevaba veintitrés años ejerciendo en esa tierra en la que hoy apenas queda vida, cuando el 4 de enero del año pasado el tiempo se detuvo y todo dejó de importar. O importar menos. «Fue el día del ataque», explica. Cuando Israel bombardeó su casa. Y la de sus vecinos. Describe, lentamente, lo que su voz le permite, aquella noche. Cómo un proyectil impactó en la puerta de su domicilio. Cómo ella, que en ese momento dormía en uno de los cuartos, entre la cama y el armario, en ese espacio tan diminuto y alejado de las ventanas, escuchó el impacto. Cómo tras ese estruendo, mientras protegía a su hijo de tres años con su cuerpo, todo se derrumbó y, de repente, nada. «Oía voces, oía a mis otros hijos gritar. No entendía nada. Todo me quemaba, no podía respirar. Había polvo, no sabía dónde estaban mis hijos, si respiraban, si estaban quemados», cuenta. Hace una pausa. Suelta lo que tanto tiempo ha llevado por dentro. Vuelve a llorar. Respira y cuando consigue romper el silencio sigue contando su historia.
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Nahla quiere seguir hablando. Por ellos. Por sus hijos y por el pueblo palestino. Por «todos los niños y mujeres que han muerto, que se están muriendo y que se morirán porque nos están matando. Porque no tienen agua, no tienen comida, no tienen nada. Ni siquiera pueden ir a los pocos puntos de ayuda humanitaria que hay porque eso es la guerra y hay mafias», insiste e intenta volver al relato de aquella noche. «Debió de pasar una o dos horas hasta que escuché a la voz de mi hijo mayor, el que tiene ahora 18 años. Me estaba buscando con otros hombres que estaban en la calle. Quitaron entre todos los escombros y consiguieron sacarnos. Mi cuñado me cogió en brazos y me llevó, como pudo, hasta el hospital. Hacía frío. No había ambulancias, porque las queman previamente para que no nos puedan trasladar. Cuando entré en el hospital, con quemaduras, casi sin poder moverme, solo pensaba en mi familia. No sabía nada, no sabía quién estaba vivo, quién muerto. Luego vi a Nala -una de sus hijas, la de 7 años con la que está en Zarautz y que tiene Síndrome de Down- gritando. Vi a otros de mis hijos con heridas, quemaduras por todo el cuerpo y reconocí las piernas de una de mis hijas». Se para. Se rompe.
Nahla ingresó en el centro sanitario con una importante lesión en la espalda y varias quemaduras graves. Consiguió, con ayuda de alguna asociación local, llegar a un hospital en Egipto junto con su hija de 7 años y otra de 14. Les trataron y a la madre le operaron. Gracias al programa Cunina que atiende a gazatíes con dolencias graves consiguió llegar hace catorce meses a Euskadi donde CEAR, al igual que lo hace con otras seis personas en la misma situación que viven en el territorio, le asiste y le ayuda. Tras casi un año en Bizkaia ahora vive con sus pequeñas en un piso en Zarautz. Está aquí, pero también allí. «Mis hijos se quedaron allí solos, porque no me dejaron traerlos conmigo. Ni siquiera al pequeño que tenía 3 años. El mayor, que ahora tiene 18 años, se encarga de los otros tres. Hace de padre, de madre, de todo. No tienen dónde ir».
Hablar con ellos es complicado, casi imposible. Es Gaza. Depende de la conexión y de que el teléfono «viejo y estropeado» de su hijo funcione. «Ahora se le ha roto y es más difícil contactar», se entristece. Gracias a una conocida con la que ha podido hablar, sabe que se van desplazando. Ni siquiera pueden ir a uno de los pocos puntos de ayuda humanitaria porque «son trampas. Se matan. Todo es mentira, todo es un teatro. Toda la ayuda humanitaria que llega está en manos de mafias contratadas por Israel, que la recibe y la vende. Cómo van a llegar los heridos, los niños, las mujeres...», denuncia. Se recoloca en la silla. Le duele la espalda y pone su bolso para apoyarse mejor.
Sin ayuda internacional
Nahla es fuerte, ha vivido varias guerras pero nunca nada así. «No es una guerra, es un genocidio. Es la tercera generación que se va a quedar sin unos educación segura», clama. Tiene miedo. Miedo de que a sus hijos les pase algo, de no poder despedirse, y por eso alza la voz y critica con contudencia la inacción de los países europeos. «Podrían hacer mucho, podrían hacer muchísimo más, al menos proteger a la población civil, hacerles lugares seguros que no estén al alcance de Israel. Matan a mujeres y niños y nadie hace nada», insiste. Siente «mucha decepción, decepción de la humanidad. Lo mínimo que podrían haber hecho es proteger los campamentos, lo mínimo que podrían haber hecho es facilitarles comida, cosas básicas. Y después tratar las situaciones políticas, ver los acuerdos, los tratados, pero primero la vida», pide.
Nahla acaba de conseguir hace apenas unos días el estatuto de refugiada, un reconocimiento que le permite solicitar ahora la reagrupación familiar. Se felicita por ello porque es lo que lleva tiempo reclamando, pero la burocracia es lenta. Pide al Gobierno «urgencia», que agilice los trámites porque a sus hijos, como a muchos gazatíes, no les queda tiempo. Y no quiere que suene el teléfono y le den la noticia que no quiere recibir.
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