Entro en una plazoleta de Ruidera con la intención de sentarme a tomar notas y me encuentro con un astronauta de traje blanco que me ... da la espalda, agachado junto a un banco. Sin girarse, hace un gesto urgente con la mano para que me aleje. En esta época de apagones, guerras y pandemias, pienso que ya es casualidad que la invasión alienígena empiece en Ciudad Real y me pille justo aquí. El astronauta me dice: «Tranquilo, solo es una barba». Mi oficio consiste en buscar combinaciones de palabras pero nunca se me hubiera ocurrido esta. «Tranquilo, solo es una barba». La realidad regala perlas. El astronauta se gira y veo que no lleva escafandra sino un sombrero con velo de apicultor. La barba es un amontonamiento de abejas en el respaldo del banco. «No pican si no las molestas», me explica Gabriel, apicultor de Tomelloso, de nuestro mismo planeta, «pero imagínate si alguien se sienta sin darse cuenta». Glups.
Con exquisita suavidad, Gabriel pasa un cepillo por la barba y se va llevando las abejas a la colmena que ha traído. «Quiero recoger hasta la última posible, porque las que queden fuera morirán». Habla de ellas con admiración. La temible avispa asiática no ha llegado aquí, dice, pero las abejas aprenderán a defenderse como en otras tierras: rodearán en masa a la invasora hasta matarla de calor. Las primeras, eso sí, morirán despedazadas por la avispa. Nos quedamos en silencio, conmocionados por el sacrificio de las kamikazes. ¡Todo por la barba!
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