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Migración

7.000 kilómetros y un sueño

DV acompaña a Diada, un migrante marfileño de 14 años, mientras pasa la muga hacia Iparralde en su camino a Alemania, donde sueña con convertirse en futbolista

Oskar Ortiz de Guinea

San Sebastián

Lunes, 16 de enero 2023, 06:31

A media mañana, son 14 los subsaharianos que este día han aparecido por la plaza San Juan de Irun, con el objetivo de cruzar la ... muga hacia Iparralde. Son trece hombres y una mujer, aunque hay constancia de más migrantes en la ciudad fronteriza. Uno de ellos luce unas cortas rastas. Es Diada Aboubakar. Apenas tiene 14 años, y el último se lo ha pasado sorteando obstáculos como en un videojuego, solo que su partida no tenía tres vidas sino una sola y real. La suya. Desde que en febrero del año pasado abandonó el hogar que compartía con su padre y dos hermanos pequeños en Costa de Marfil ha dejado atrás ríos, desiertos, fronteras, un océano, controles policiales, perdonavidas, noches a la intemperie y días sin qué comer, hasta plantarse en la última parada antes de entrar al corazón de Europa.

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En su mochila apenas porta algo de ropa, un paquete de galletas y su sueño de ser futbolista en Alemania, la pantalla final de su viaje. Imaginarse subiendo la banda del Allianz Arena ha sido el resorte vital que le ha hecho levantarse cada vez que caía. Otros antes también se apoyaron en ese muelle antes de marcar goles: Mamadou Traoré, Younousse Diop, Musa Juwara, Bouba Barry... Tiene claro que «el mejor del mundo es Messi», pero él quiere ser defensa y su espejo es el central del Bayer Leverkusen Kossounou. «Juego bien», desliza Diada con la misma naturalidad y tono neutro con el que instantes antes había relatado que fue detenido en Argelia y deportado a Mali, o que en Marruecos «si te coge la policía, estás perdido».

Su siguiente objetivo es sortear la vigilancia francesa. En las últimas semanas los agentes han desaparecido de los puentes de Santiago e Internacional (Behobia), pero las devoluciones diarias de migrantes denotan que Francia no ha aflojado su cerco a la inmigración. «Ahora han cerrado las garitas de los pasos fronterizos, pero controlan más las carreteras internas y los transportes públicos», aseguran desde las redes de apoyo de uno y otro lado del río Bidasoa.

Diada solo lleva unas 14 horas en Irun. Llegó la víspera en autobús desde Huelva, descansó en el centro de Cruz Roja en Hilanderas y se muestra convencido de alcanzar Baiona, que es el fin de etapa natural tras salir de Irun. Una vez allí telefoneará a un amigo que le dirá «cómo ir a su casa», cuya ubicación él desconoce. «No sé el pueblo, está al norte» del país. Su forma de hablar transmite la seguridad propia de un adolescente, y al escucharle parece imposible que nada de lo que le espere camino a «alguna ciudad» alemana, allá donde aprecien su talento, pueda resultar peor de lo que refleja su retrovisor. Desconoce que en poco más de un año han fallecido nueve migrantes en el entorno de la muga bidasoarra, cinco de ellos ahogados. Probablemente la cifra palidezca al lado de las partidas que ha visto inacabadas por el camino. «Cuando estás en el desierto o escondido en el bosque, no sabes qué va a pasar», pero un futbolista en ciernes nunca teme meter el pie. «Salí de casa para buscar una vida mejor» para su padre y sus dos hermanos, huérfanos de madre. ¿Qué edades tienen? «Son pequeños», responde marcando con su mano una altura por encima de la rodilla.

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«A ver si tenemos 'chance'»

Diada ha hecho migas con tres guineanos que pretenden establecerse en Francia, Ibrahim, Hamadou y Malik. Todos son mayores de edad, pero el primero, el más veterano, lleva la voz cantante y ha decidido que van a dejar Irun en el mismo medio en el que llegaron, en bus. Mientras esperan la hora de salida, reciben el mensaje de que una patrulla francesa ha interceptado un autobús anterior que cubre la línea Irun-Hendaia, en el que viajaban otros cuatro migrantes que han sido devueltos al puente de Santiago. «A ver si tenemos 'chance'», suspira Ibrahim, que es quien más preocupado se muestra por su suerte. Tal vez influya que es el único del grupo al que su condición de 'dublinado' le va a pesar en su deseo de regularizarse en Francia. Es decir, la Policía española lo identificó cuando entró en Canarias, por lo que la reforma del Reglamento de Dublín autoriza a los países del norte de Europa a expulsar a inmigrantes al territorio por el que llegaron a la UE. Pero este será un capítulo posterior de la biografía de este guineano, todo simpatía.

Faltan unos seis minutos para la llegada del autobús y Diada se aviene a resumir su viaje. Entre un punto de timidez y pocas ganas de entrar en detalles, deja muchas pinceladas en el tintero pero un brochazo muy gráfico: «Es complicado», aunque nunca pensó en darse la vuelta. «Te centras en llegar al día siguiente».

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Lo más sencillo resultó el viaje en coche desde su lugar de origen, Bouaké, en el centro de Costa de Marfil, hasta el límite con Mali, donde ya permanecería en territorio comanche hasta que se subió a una patera en Marruecos. «Casi todo» su desplazamiento fue «caminando» junto a un amigo que también llegó a Irun. Huelga señalar que la mayor parte del trayecto no dispuso de un teléfono móvil, que no le habría servido más que para que se lo robaran y no habría tenido cobertura.

El mayor inconveniente en Mali fue el desierto. «Puedes estar más de dos días sin comer, pero aguantas», hasta que en un poblado logra agenciarse «unas galletas como estas» que muestra en su mochila. «Si tenía hambre, pensaba en galletas». ¿Y beber? «Si ves un río o algo de agua en un bosque, te agachas y bebes de la mano».

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La dificultad subió un grado en la siguiente pantalla: Argelia. Especialmente porque los migrantes son conscientes de que la policía argelina no facilita las cosas, salvo que cometas la temeridad de llevar suficiente dinero encima. «Aprendes a esconderte», confiesa. Aunque el mapa africano dibuja trayectos aparentemente más directos, él recorrió todo el país de sur a norte, con la esperanza de cruzar a Marruecos por Uchda, una frontera hostil -¿acaso alguna no lo es?- pero que es la puerta de entrada al territorio marroquí para cuatro de cada diez migrantes, según la estadística oficial del país.

Sin embargo, Diada fue detenido en Souk Ahras, de donde fue devuelto a la casilla de salida en Mali. Por supuesto, no lo trasladaron en avión, aunque tampoco en aquellos camiones en los que hace unos años hacinaban a los migrantes arrestados. El adolescente marfileño regatea nuestro interés por descubrir más detalles. «Me dije que debía intentarlo por segunda vez». Y fue la vencida.

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Lo «peor», como suele contar en Irun la inmensa mayoría de migrantes en tránsito, fue el peregrinaje por Marruecos. Lo tenía claro cuando se dispuso a saltar la valla y el foso en Uchda. En su intento, se abrió las manos «en carne viva», explica mientras se quita los guantes para mostrar unas ahora ya leves líneas blanquecinas en sus palmas. Con unas «heridas enormes», puso pies en polvorosa hasta Rabat, donde permaneció «dos meses hasta que se me curaron las manos. Tampoco tenía dinero para seguir». ¿Fuiste a algún hospital? «¿Estás loco? Si hubiera ido, me habrían detenido. Y si te detienen, allí no se conforman con mandarte a Argelia».

Diada y sus compañeros de viaje suben al autobús para cruzar la muga. O.O.G.

A través de «un amigo», reunió el dinero para permitirse un autobús hasta El Aaiún, puerto de embarque de infinidad de pateras. Gestionó una, y en 24 horas alcanzó Fuerteventura. «El mar no fue un problema», resume. En la isla canaria ya se puso en manos de los servicios de acogida. «Me dieron comida, ropa, medicinas...». Dos meses después, voló en avión a Madrid, de donde bajó a Huelva. Tras dos semanas asistido en el centro de Cepaim, vino a Irun, donde acaba ya de llegar el autobús al que subirá su destino a cambio de 1,40 euros.

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«Que no nos paren»

Ibrahim muestra en su móvil dónde pretenden bajarse una vez superada la muga. El autobús se pone en marcha. «Que no nos paren», suspira el guineano, mientras Diada se evade en su smart-phone. Los cuatro subsaharianos apenas hablan entre sí durante el trayecto y rumian el nerviosismo en silencio. Ni se percatan al pasar por el puente de Santiago, donde la garita cerrada de la policía gala es la única huella de una frontera que oficialmente no existe. «Estamos en Francia», susurramos a Ibrahim, que aprieta el puño como asentimiento. Diada va ensimismado en su móvil.

A la altura de la estación hay apostado un coche policial. Seguimos. Al poco, «¡la police!», se alarma en voz baja Ibrahim, cuando ve unas sirenas azules sobre el techo de la furgoneta que sigue al autobús por Hendaia. Se tensa más cuando a la escena se suman las señales acústicas y el vehículo policial comienza a adelantarnos... para dirigirse a alguna prioridad mayor que un simple bus de línea. El grupo respira aliviado.

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Al rato, Malik se asegura con el chófer de que su parada es la próxima. Ahí se bajan. Ya están «en Francia» pero aún falta hasta Baiona. Deben aguardar hasta el siguiente movimiento, y hacen lo que tanto han repetido en su clandestinidad: esconderse, con la esperanza de algún día poder hacerse visibles en un papel, o en la camiseta del Bayern de Múnich.

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