«Estuve intubada en la UCI, hoy disfruto de las pequeñas cosas»
La donostiarra Maite Grijalbo celebra dos veces su cumpleaños. La primera, en junio. Y desde 2020 también en noviembre, cuando abandonó la UCI tras una traqueotomía después de contagiarse de Covid
La donostiarra Maite Grijalbo celebra dos veces su cumpleaños. La primera, el 25 de junio desde hace 65 años. Y desde 2020 vuelve a soplar ... las velas de nuevo cada final de noviembre. Es la fecha en la que abandonó el Hospital Donostia, donde estuvo ingresada alrededor de un mes tras contagiarse de coronavirus durante la segunda ola de la pandemia y tras ser sometida a una traqueotomía en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) que le permitió regresar a casa andando por su propio pie. Recuerdo a la perfección aquel día. Maite, una de las miles de personas que se contagiaron de Covid en Euskadi, es mi madre. Era 26 de noviembre. Junto a mi padre y mi hermana, subimos a recogerla al edificio Amara, donde los últimos días había recibido rehabilitación para recuperar el habla. Un pequeño apósito de color blanco tapaba todavía los puntos de la operación que los médicos le habían realizado en el cuello para que pudiera respirar cuando el virus se apoderó de sus pulmones. Las mascarillas cubrían nuestros rostros, pero los ojos ligeramente entrecerrados dejaban intuir una infinita sonrisa que el protector no dejaba ver. Ya se habían desprendido muchas lágrimas las últimas semanas.
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Pasaban unos minutos de las cuatro de la tarde y llamamos a un taxi, que enseguida vino a buscarnos a la puerta del centro. La ama regresaba a casa después de 31 largos e interminables días. Otros muchos, desafortunadamente, no corrieron la misma suerte. «Después de verle las orejas al lobo, mi forma de ver la vida ha cambiado por completo. Ahora disfruto y me hace feliz cualquier cosa, por pequeña que sea. Todas esas cosas antes no las valoras porque crees que te viene todo hecho», relata. Se refiere a rutinas tan sencillas e insignificantes como «ir al cine, a ver una exposición o a cualquier sitio. Siempre piensas que cuando dejes de trabajar vas a hacer un gran viaje, que vas a dar la vuelta al mundo y vas a ir a no sé dónde.Pero hoy en día no tengo la necesidad de nada de eso. Cualquier cosita pequeña es una gran cosa».
Ahora disfruta desde hace algo más de un año de una merecida jubilación. Dos veces por semana, los martes y jueves, va un par de horas por la mañana a estudiar euskera. Los miércoles no falla a su cita semanal con el cine junto a su amiga Loli. Y también forma parte de un grupo cultural con el que de tanto en cuanto organizan salidas. «Ahora soy mucho más disfrutona. Me vale irme un día a cualquier sitio, a Bilbao, a Vitoria o aquí mismo», admite.
«Después de verle las orejas al lobo, mi forma de ver la vida ha cambiado por completo. Ahora soy más disfrutona»
Maite se contagió de coronavirus a mediados de 2020. El virus había entrado en casa jornadas antes y no tardó en propagarse hasta atraparnos a los cuatro. Primero a mi hermana y a mí, que nos encerramos en nuestros respectivos dormitorios con el fin de cortar la transmisión del patógeno. Pero los esfuerzos fueron inútiles y a los días cayeron también mis padres. «Yo empecé con fiebre alta. La doctora de cabecera me recetó unos medicamentos, pero no me bajaba. Luego llegaron los demás síntomas: tenía mucho calor, después frío, sudores...Como no mejoraba me mandaron una ambulancia a casa para subir al hospital de urgencia para que me hicieran una placa. Me detectaron neumonía bilateral. Y ya me quedé allí, ingresada», rememora Maite.
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Tras unos días en planta su estado de salud empezó a deteriorarse. Su cuerpo no respondía a los tratamientos y los médicos decidieron trasladarla a la Unidad de Cuidados Intensivos. Era 30 de octubre, en plena segunda ola de la pandemia, y en casa todavía seguíamos confinados. Apenas podíamos intercambiar un par de mensajes telefónicos con ella. Las visitas en el hospital estaban restringidas y todavía no podíamos pisar la calle. «Esperando a que me trasladen a la UCI», fue lo último que me escribió aquella mañana por WhatsApp junto a tres emoticonos del bíceps flexionado.
«Me hace feliz cualquier cosa, incluso todas aquellas que antes no valorabas porque crees que te viene todo hecho»
No volvimos a hablar con ella hasta varias semanas después. La interlocución con el hospital comenzó a ser a través de una enfermera que, diariamente alrededor de las 12.00 horas, llamaba a casa para dar el parte de su estado de salud. Los médicos le indujeron un coma primero y a los días le practicaron una traqueotomía para que pudiera respirar artificialmente. Las jornadas se hacían largas y parecían meses, incluso años. Cualquier cosa servía para mantener la mente ocupada y no meditar en lo que todos pensábamos pero nadie se atrevía a verbalizar, exteriorizar.
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«Empecé con fiebre alta, calor, sudores... Subí en ambulancia al hospital y en la placa vieron que tenía una pulmonía bilateral»
Pero el móvil volvió a sonar, como lo hacía todos los días, y Maite despertó. Su cuerpo comenzaba a ganarle la batalla al Covid. De aquellos días destaca la «soledad» de la habitación. «Estabas completamente desorientada, no sabías si era de noche o de día. Nadie podía venir a visitarme y solo veía a los sanitarios, que entraban vestidos con los trajes EPI, las pantallas, las mascarillas... No sabías ni quienes eran, aunque alguno llevaba escrito su nombre en el traje», evoca. Un día, recuerda, una de las enfermeras, Maika, «me preguntó si me gustaba la música, y me trajo una radio.Ese momento fue fantástico porque por lo menos te enterabas de algo».
Videollamada
Por aquel entonces todavía no podíamos ir a visitarla y una de las doctoras que la trataba preparó una videollamada para que la pudiéramos ver. «Recuerdo perfectamente cómo estaban posicionados en casa, en la sala. Y las palabras de ánimo y fuerza que me mandaron. Yo no podía hablar porque todavía estaba entubada y lo que les quería decir lo escribía en una pizarra. Esa videollamada fue una felicidad inmensa. Me pasé el resto del día llorando de la emoción. Me sentí súper feliz», asegura la donostiarra.
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«Era una sensación de soledad terrible, estaba completamente desorientada, no sabía si era de noche o de día»
Días más tarde «me dijeron que ya era blanca»; es decir, que ya no tenía Covid, y por fin pudimos ir a visitarla en persona. Eso sí, de uno en uno y por tiempo limitado, una hora por la mañana y otra por la tarde. En la sala de espera nadie decía ni una palabra. Solo el ruido de dentro de los boxes interrumpían aquel atronador silencio. Varios llevábamos alguna bolsa con enseres para entregar a nuestros familiares que desinfectábamos con gel hidroalcohólico antes de entrar en las habitaciones. Ese primer encuentro me impactó. «Yo estaba en la cama que no me podía mover porque tenía tubos por todos los sitios. Tenía ese en la garganta, luego otro por la nariz, por las venas, en las manos, tenía una sonda...», relata.
«Recuerdo la videollamada que me hizo una doctora con mi familia y los ánimos que me dieron. Me pasé llorando el resto del día»
Con la PCR ya negativa «fui pasando de un sitio a otro hasta que llegué a la zona de rehabilitación», en el edificio Amara del Hospital Donostia. Allí tuvo que aprender de nuevo a hablar o a comer, pequeños gestos cotidianos que entonces parecían imposibles de acometer. «Cada día era un pequeño logro. Beber el agua de una cucharilla, comer una gelatina, o ducharme yo sola... Cosas insignificantes pero que eran un mundo para mi».
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Casi cinco años después Maite celebra cada día como su fuera el último de su vida. «Mi objetivo era salir andando del hospital, y lo conseguí».
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