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Una pareja pasa por delante de unos carteles electorales en Alderdi Eder, en San Sebastián. EFE
Del virus a la guerra

La fuerza de la unión

En mi primer discurso como secretario general de mi partido, los compañeros aplaudieron a rabiar entre abrazos y gritos de unidad, pero luego todo cambió

Javier Guillenea

San Sebastián

Domingo, 11 de junio 2023, 07:11

Yo es que soy de izquierdas y claro, no me aclaro. En su día me afilié a un partido y desde entonces ha cambiado tantas ... veces de nombre que ya no me acuerdo de qué papeleta tengo que coger a la hora de votar. Fíjense ustedes cómo sería la cosa que una vez me llamó por teléfono un compañero y me dijo 'felicidades, camarada'. '¿A qué se debe tan efusiva felicitación?', contesté. 'Ya me he enterado de que te han nombrado secretario general', me respondió el interfecto.

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Tamaña noticia me dejó estupefacto, pues he de reconocer que yo en el partido era el último gato, así que inquirí a mi compañero por los motivos de semejante ascenso. Resulta que al anterior secretario general lo habían invitado a dimitir por motivos personales (por lo visto se había casado por la iglesia, la comida la había celebrado en el María Cristina y ni pastas había traído a la sede) y a la hora de elegir al sucesor nadie había levantado la mano en el último comité nacional. Y así ocurrió que yo, que no había asistido a la reunión porque ese día me tocaba pegar carteles contra alguna guerra en las farolas de la capital, acabé de jefe de un partido cuyo nombre hacía tiempo tenía olvidado.

Ocurrió que yo, que no había ido a la reunión, acabé de jefe de un partido cuyo nombre no recordaba

Lo primero que hice al asumir el cargo fue dar un discurso en el que defendí la unidad de toda la izquierda porque vosotros, camaradas, sois los verdaderos elegidos, vosotros sois el progreso y no esos burgueses socialdemócratas vendidos al capital. En el fragor de la batalla me vine arriba y cuando dije aquello de 'el pueblo unido jamás será vencido', mis compañeros y compañeras se levantaron al unísono de sus austeros asientos y comenzaron a gritar todos a una: '¡Unidad!, ¡unidad!' Santo cielo, qué abrazos, cuánta efusividad, hasta besos se dieron en los morros los camaradas, como los rusos de verdad.

Ya más calmados, pero no por ello menos eufóricos, decidimos ir a celebrar juntos el comienzo de una nueva era en la izquierda del país, pero antes teníamos que salvar una ligera contradicción interna, ya que unos querían ir al bar Manolo y otros a casa Tiburcio. Tras una breve asamblea en la que hubo un sano e instructivo debate, ganó por la mínima en votación a mano alzada la opción del Tiburcio, así que hacia allí nos encaminamos como un solo hombre, salvo los que habían perdido el plebiscito, que se largaron al Manolo entre murmullos de pucherazo.

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Fuimos a celebrar el comienzo de una nueva era, pero antes debíamos salvar una ligera contradicción

A partir de ahí las relaciones fueron a menos. El buen rollito de los primeros minutos como referentes de la nueva izquierda internacional dio paso muy pronto a miradas encanalladas y malentendidos que envenenaron el ambiente en la sede del partido. No sé, había como una energía negativa que impregnó todos los rincones del edificio. Pese a que cada vez que actuábamos en un mitin nos colmábamos de abrazos, sonrisas y parabienes, cuando el estadio se vaciaba y las luces se apagaban, nos mustiábamos al vernos las caras y cada uno se iba a casa por distintos caminos. Parecíamos los Beatles la última vez que quedaron para cenar.

No tardó en llegar la escisión. Fueron los que aquella vez se habían largado al otro bar quienes dieron el paso. Un lunes metieron sus pertenencias en cajas de cartón y se marcharon al edificio de enfrente, donde habían alquilado un local que había albergado poco antes a un bazar chino. A su nuevo partido lo pusieron Unión Manola en concordancia con los tiempos, lo que nos obligó a reaccionar. Dejamos atrás nuestro antiguo nombre, sea cual sea, y nos lo cambiamos. Ahora somos Unidad Tiburcia, si mal no me acuerdo.

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