Un error de hace veinte años
¿Sobreviviría hoy el periodismo a un acontecimiento de las dimensiones del 11-M con la presión de las redes sociales y la inmediatez encima?
Después de una de esas noches típicas de batallas inciertas, remates al bulto a ver si hay suerte y la hora de cierre en el ... cogote, un antiguo compañero de redacción solía resumir: «Peor sería tener que trabajar». Naturalmente, cualquier periodista que se precie trata de seguir a rajatabla el método de escritura de Oscar Wilde: «Hoy no paré de trabajar: por la mañana puse una coma, por la tarde la volví a quitar».
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Por el motivo que sea, los jefes no suelen ser partidarios de este sistema pese a su probada eficacia. No seguirlo lleva al pequeño fallo cotidiano –lo que antiguamente se solventaba un día después con aquello de 'por un error de asignación informática...'–, pero a veces conduce al cataclismo. Como en el 11-M. Hoy, veinte años después, los entonces directores de los principales periódicos llenan las estanterías de las librerías con sus memorias de por qué aquel día cometieron el mayor error de sus vidas. Solo quienes después de poner una coma por la mañana la quitaron por la tarde y no pulsaron al botón de imprimir de la rotativa a mediodía salvaron los muebles.
El periodismo busca explicar el mundo, no sustituirlo, y eso exige modestia, una materia prima desdeñada
Estos días se ha hablado y se ha escrito ampliamente de qué efectos tuvo aquella mentira de Estado en la estructura democrática de España –son muchos quienes, siendo generosos con las décadas anteriores, creen que la descomposición actual es producto de aquello–, ¿pero qué hay del periodismo? ¿Qué sucedería si un 11-M se produjera hoy, en el ecosistema de las redes sociales y la inmediatez fanática? ¿Podría sobrevivir el oficio a un acontecimiento así? La condición humana es inescrutable, como los designios del señor, y quizá se produciría una reacción admirable, ejemplar y canónica que quedase escrita con letras de oro en los libros de texto para el estudio de las generaciones venideras, pero quizá pasaría lo normal.
El periodismo, que es diálogo, ya ha sido apartado del centro de la sociedad sustituido por la polémica, cuando no por el insulto. Por un amontonamiento tumultuoso de monólogos de corte autoritario, intimidatorio. Por proveedores de contenidos seguros de que la salvación del mundo reside solo en su propia dominación. Ya no se conoce el color de los ojos de ese a quien se insulta. La comunicación ha dejado de ser el arte de razonar para convertirse en el de afirmar o negar, a tontas y a locas. Y se escribe como se razona: al azar. Detentar una interminable verdad es el único propósito.
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Parece algo novísimo, pero la disyuntiva entre informar rápido o informar bien es tan vieja como el oficio
El periodismo se tambaleó hace veinte años, sin redes sociales ni un internet voraz de novedades (parece mentira, pero 2004, tan cerca, era casi una era predigital). ¿Cómo resistiría hoy el oficio su tremenda presión ante un acontecimiento de una dimensión semejante? ¿Cómo sujetar la estampida sin disponer del margen de preparar el periódico del día siguiente en vez de la pieza del minuto siguiente (y ya es tarde)?
Son preguntas que parecen modernísimas, pero que acompañan a la prensa desde el principio. Estos pedazos de papel que siguen circulando siempre han tenido enfrente a las prisas. La disyuntiva entre informar rápido o informar bien es tan vieja como el oficio. Las crisis existenciales, la segura muerte de los periódicos, se dan por descontadas cada poco, con puntualidad infalible por lo menos desde el siglo XIX. Frente a la voluntad de imponer una ley (que es lo que hacen la religión y las ideologías), el periodismo pretende explicar el mundo, no sustituirlo. Eso obliga a la modestia, materia prima desdeñable para quien tenga altas aspiraciones. El periodismo no es un manual de instrucciones para facilitarle la vida al lector (aunque está muy bien que los periódicos publiquen la cartelera de cine), sino una herramienta para engrasar su espíritu crítico.
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Un periódico no es un pasatiempo. Si no, no se seguiría hablando de un error cometido hace veinte años. Cada cabecera ha imprimido 7.300 números desde aquel día. ¿Sobreviviría el periodismo de 2024 a un acontecimiento como el 11-M?
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