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Historias de Gipuzkoa

Un reformatorio para «golfos ladroncetes, futuros habitantes de las cárceles»

El 1 de octubre de 1922 se inauguró en San Sebastián el primer centro especial de Gipuzkoa para niños delincuentes, como paso previo a la creación del tribunal tutelar de menores del territorio

Antton Iparraguirre

San Sebastián

Domingo, 28 de enero 2024, 07:11

A principios del pasado siglo la sociedad guipuzcoana se mostraba preocupada por la creciente delincuencia protagonizada por menores de edad en el territorio y reclamaba ... a las autoridades mano dura, pero sin vulnerar derechos, con los «golfos ladroncetes, futuros habitantes de las cárceles», calificativo que se podía leer en la edición de 'La Voz de Guipúzcoa' del 11 de julio de 1918. Autoridades y ciudadanos bienhechores preocupados por los malhechores reclamaban la creación de un reformatorio. La demanda no fue una realidad hasta el 1 de octubre de 1922. Ese día se inauguró en San Sebastián el centro correccional Nuestra Señora de Uba. Al acto acudió el rey Alfonso XIII, acompañado por las reinas Victoria y María Cristina. Las crónicas de la época remarcan que por voluntad del monarca no se pronunciaron discursos ni hubo lunch para los ilustres invitados. Los reyes se limitaron a realizar una «detenida y minuciosa» visita del edificio, «interesándose por todo y preguntando hasta por los detalles más insignificantes», según los periodistas. Como conclusión Alfonso XIII pronunció una sentencia memorable: «En San Sebastián saben hacer las cosas bien».

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Un paso fundamental para mejorar la situación judicial y penal de los menores a principios del pasado siglo fue la Ley de 12/8/1904, conocida como Ley Tolosa Latour, y el reglamento para su ejecución de 24/1/1908, que impulsó la creación de Juntas Provinciales de Protección a la Infancia y Represión de la Mendicidad. Supuso la antesala de la creación de reformatorios por toda España y la formación de Tribunales Tutelares de Menores (TTM) en todas las capitales de provincia y en las cabezas de partido.

Fachada del reformatorio de UBA el día de su inauguración, el 1 de octubre de 1922. LVG

Las autoridades gubernativas, forales y municipales de Gipuzkoa, Bizkaia y Álava se pusieron manos a la obra. Crearon sus respectivas Juntas, en la que estaban cargos políticos, médicos y docentes. No faltaron recelos por el coste económico que tendría la aplicación de la citada ley para las arcas públicas, no muy boyantes en esa época.

Finalmente reunieron el dinero necesario para la construcción en San Sebastián del centro correccional Nuestra Señora de Uba, que se convirtió en el primero de Gipuzkoa. El emplazamiento elegido por las autoridades locales fue en el collado de Ametzagaña. Se rehabilitó el antiguo convento de Uba, que había permanecido abandonado desde 1910. El nuevo reformatorio no tenía aspecto carcelario. Era «un soberbio palacio», según sus promotores. Tenía un «estilo sobrio en ornatos y grandioso en proporciones». Destacaban sus «rasgados huecos encuadrados por sillares almohadillados». Tenía un alero muy volado descansando en modillones, flanqueando el edificio por airosas torrecillas. Todo ello rematado el tejado por graciosa crestería». El edificio principal medía 458 metros cuadrados y toda la finca tenía una extensión de 5.000 metros cuadrados.

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El rey Alfonso XIII conversa con autoridades locales. Debajo con frailes mercedarios del nuevo reformatorio. Una publicación del centro correccional. LVG

El centro correccional estuvo regentado por frailes mercedarios hasta 1960. Llamaban la atención de los visitantes, y seguro que intimidaban a los internos, por su inmaculado hábito blanco y la dorada medalla que lucían con orgullo en el pecho. El hermano vigilante contaba con un cuarto propio junto a los dormitorios y baños de los niños a los que se debía reinsertar en la sociedad. Los aseos contaban con «detalles de verdadero lujo». según destacaba Joaquín Pavia y Bermingham, presidente del Tribunal Tutelar de Menores de San Sebastián, institución judicial creada nada más ponerse en marcha el reformatorio. No ocultaba la existencia de «celdas de aislamiento accidental, que sirven de retención temporal como castigo o por otras causas», pero recalcaba que «son espaciosas, bien ventiladas y convenientemente orientadas».

El centro contaba con un taller de carpintería y otro de sastrería, Asimismo, se preveía otro de alpargatería y para más adelante se proyectaba instalar una imprenta y un taller de herrería y de mecánica. No faltaba una espaciosa huerta. El objetivo era enseñar a los menores un oficio para que «cuando salgan regenerados les permita ganarse su vida honradamente y constituir en su día una familia cristiana».

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En definitiva, como aseguraba Joaquín Pavia y Bermingham «reina la paz y la alegría, nada que recuerde a las antiguas cárceles. No hay ni ferradas puertas ni espesas rejas». «Al ver a los desgraciados golfos tan limpios y contentos se comprende que no se escapen», recalcaba. Habría que preguntar a los niños que estuvieron internos si todo era tan bonito como decían los adultos. Ciertamente algo difícil, ya que han pasado cien años. Seguro que su situación distaba mucho del glamour del que disfrutaban los pudientes niños de la Belle Epoque donostiarra y de los Felices años 20.

En su relato sobre la inauguración, el cronista de 'La Voz de Guipúzcoa' coincidía con la idílica imagen de Joaquín Pavia y Bermingham sobre el reformatorio. Calificó el centro de «amplio, higiénico y alegre local», en el que todas las habitaciones y dependencias eran «muy soleadas». Además, estaban resguardadas del Norte por el monte Ametzagaña. Destacaba lo alejado que estaba el centro «de la vulgar concepción» que se tenía de los reformatorios de delincuentes. Ponía en valor que no había «ni subterráneos ni calabozos, ni nada que pueda causar sensación de temor o repugnancia en el espíritu de los jóvenes corrigendos».

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El periodista elogiaba la modernidad del método que se iba a utilizar, buscando el «arrepentimiento y reeducación moral», en vez de usar el castigo. Mantenía que la Junta de Protección a la Infancia trabajaría para que los «pequeños delincuentes» viesen que «la sociedad en cuyo seno han de vivir se preocupa de ellos», para que pudiesen «ser hombres útiles y honrados, inculcándoles el deseo de ilustrarse, haciendo nacer en sus almas el amor al trabajo, y todo ello suavemente, con el cariño y la persuasión más que por el castigo y la amenaza». Por todo ello, el reformatorio tenía un diseño en que «todo es alegre, todo recuerda la vida libre», para que los menores comprendiesen «lo hermoso que es el ser honrado y trabajador», y cumplir así «su papel en la vida social, convirtiéndose en ciudadanos honrados».

El comedor del reformatorio, uno de los baños y un fraile mercedario en la cocina. Reformatorio de Nuestra Señora de Uba

Con la apertura del reformatorio de Uba se acabó una de las mayores pesadillas de los ciudadanos donostiarras durante años, según se reflejaba en la anteriormente citada crónica de 'La Voz de Guipúzcoa' del 11 de julio de 1918. El texto criticaba que «es verdad que en pocos sitios se había escrito tanto acerca de un reformatorio de menores como lo que se ha escrito en San Sebastián. La situación desahogada de nuestra Junta de Protección a la Infancia ha hecho que varias veces la Prensa haya acometido contra ella por la lenidad y el poco interés con que se miraba asunto tan importantísimo (...)». «Así van pasando los años -proseguía-, así se va haciendo crónico el mal y así va aumentando el número de golfos ladroncetes, futuros habitantes de las cárceles primero y de los presidios después. Por lo visto, la Junta de Protección a la Infancia de San Sebastián ve ese problema de una manera irresoluble».

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Una de las fachadas del edificio, la sala de reuniones y el vestíbulo. Reformatorio de Nuestra Señora de Uba

La crónica de denuncia del periódico es elocuente: «Uno de los problemas que no se quieren resolver en San Sebastián es este de los niños abandonados, de los niños 'golfos', de esos niños que, instigados por padres desnaturalizados o siguiendo sus naturales impulsos, viven en los muelles de las estaciones, en los mercados, en las afueras de la ciudad, acechando la ocasión de robar unos sacos vacíos, unos kilos de carbón o unos trozos de zinc, para llevarlos a vender a una 'chatarrería', donde un comerciante, más digno de castigo que ellos, les compra por unas pocas monedas de cobre lo que a él le vale un quinientos por ciento».

Hasta la puesta en marcha de los reformatorios y de los tribunales para menores por toda España, el hospicio era el centro en el que se internaba a los huérfanos, vagos y vagabundos. La cárcel era el destino final de los infractores de la ley penal, cuya aplicación en los Códigos Penales se fueron restringiendo paulatinamente.

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A principios del siglo XX en España los delincuentes infantiles seguían compartiendo las celdas con los adultos, y lo malo era que cada vez era mayor el número de menores en las prisiones. Se calcula que en 1896 suponían el 8,4% de la población reclusa, mientras que siete años después habían superado ya el 17%. Este panorama provocó que comenzaran a surgir voces en favor de la creación de centros específicos para que los reos más jóvenes no convivieran con las peores influencias que se podían encontrar en la sociedad. En San Sebastián se inauguró en 1890 la prisión de Ondarreta, que sustituyó a la vetusta cárcel de la calle 31 de agosto.

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