Historias de Gipuzkoa
El olvidado oficio de carpintero funerarioHasta mediados del pasado siglo fueron los especialistas en la prestación de servicios relacionados con las honras fúnebres, y eran muy respetados por los familiares y allegados del finado en esos momentos de dolor
Ahora que se acerca el Día de Todos los Santos no está de más recordar un oficio olvidado, el de carpintero funerario. Hasta no hace ... tantas décadas, en San Sebastián y en muchas localidades de Gipuzkoa, fueron los especialistas en la prestación de servicios relacionados con las honras fúnebres, por lo que eran muy respetados por los familiares y allegados del finado en esos momentos de dolor.
Publicidad
Hasta su implantación en funerales y entierros, en las primeras décadas del pasado siglo, tras dejar de ser el ataúd un elemento reservado a las familias más pudientes, generalmente el cuerpo de un fallecido era trasladado desde su domicilio a la iglesia y al cementerio en andas, cubierto con un lienzo, la cara destapada y los pies por delante. Desde el principio la caja mortuoria se convirtió en un reflejo de la categoría social del difunto y de su familia, así como la edad y el estado civil del muerto.
A principios del pasado siglo las familias baserritarras sin recursos fabricaban el ataúd en el caserío, pero lo habitual era que el carpintero funerario del municipio se encargara de la construcción de la caja en la que sería enterrado el difunto, así como las andas. Estas últimas eran dos barras de madera horizontales y paralelas y sobre las que se colocaría el féretro debidamente sujeto mediante unas correas para desplazarlo desde la habitación mortuoria. Era un elemento muy importante si se tiene en cuenta cómo de tortuosos eran los caminos, o 'hil bideak' , desde los caseríos hasta la iglesia o al cementerio.
En ocasiones la caja mortuaria se ataba a una escalera de mano para facilitar el transporte y evitar así el bamboleo o la caída del féretro. Cuando se llegaba a caminos intransitable se transportaba en un carro o en una carreta de bueyes. Los anderos, cuatro o seis varones, generalmente vecinos y familiares del difunto, portaban unas hombreras de paño bellamente bordado. Además de amortiguar el peso de la caja daban un toque de clase a la comitiva fúnebre. Pero no hay que olvidar que a veces el traslado era una tarea desagradable por los olores que desprendía el cuerpo. Esta labor ha sido llevada cabo casi siempre por varones, nunca mujeres. En algunas localidades la conducción del cadáver estaba a cargo de gente profesional a la que pagaba la familia del difunto.
Publicidad
En San Sebastián, con la inauguración del cementerio de Polloe en 1877, el Ayuntamiento sacó a subasta el servicio de conducción de cadáveres. Hasta la aparición de los coches fúnebres en la capital la categoría social del finado se reflejaba en el tipo de carroza, el uniforme de los lacayos, la calidad y decoración de la caja fúnebre y el número de caballos y el tipo de plumeros y penachos de los equinos. La misma escena se repetía en las principales localidades de Gipuzkoa.
La construcción del ataúd, término que tiene su origen en la palabra árabe 'at-tabut', que significa caja o tumba, se llevaba a cabo en el taller de un carpintero del municipio tras el encargo recibido por parte de la familia del fallecido. El «funerario», como también se le conocía en algunos pueblos, utilizaba las herramientas propias de su oficio, como sierras manuales, tenazas, martillos, mazos y macetas, escofinas, garlopas, taladros de berbiquí, gubias y cuchillas, así como lijas, entre otros utensilios. Para la 'kutxa', el artesano compraba en el mercado tablones de madera, generalmente de pino, y de castaño o de roble si se lo podía permitir la familia del finado.
Publicidad
El carpintero funerario se ocupaba del ataúd, pero en ocasiones también de la capilla ardiente, el amortajamiento y la documentación pertinente
Se cortaban las tablas a las medidas adecuadas teniendo en cuenta las características del difunto, como su corpulencia. A veces se tomaban «a bulto» según fuera la descripción facilitada por la familia al «funerario», su estatura o corpulencia, por ejemplo. No faltaban problemas, como la hinchazón del cadáver, sobrevenidos por la manera de morir, o que no se hubieran calculado los zapatos del difunto y al final se les tuviera que retirar o colocarlos en un costado del ataúd. En algunos casos eran sustituidos por las abarcas, ya que ocupaban menos sitio en un lateral.
En Urnieta hubo un carpintero que conocía tan bien a los habitantes del pueblo que no precisaba tomar las medidas del difunto ni referencias de ninguna clase para fabricar la caja.
Publicidad
El ataúd del 'gigante de Altzo'
A buen seguro que la caja mortuoria más grande conocida en Gipuzkoa fue la hecha en Tolosa para Migel Joakin Eleizegi Ateaga (1818-1861), 'El gigante de Altzo', por su gran estatura, ya que llegó a medir 2,40 metros de alto y su peso máximo llegó a ser de 212 kilos. Sus abarcas medían 42 centímetros, por lo que eran un número 63.
La forma irregular del féretro con mayor anchura y altura por la parte donde iba a asentarse la cabeza sobre una almohada, obligaba al encolado y encajado de las partes adaptándose a estas circunstancias.
Publicidad
El siguiente paso que emprendía el carpintero era el forrado del interior del ataúd. Generalmente utilizaba una tela de satén brillante a la que sacaba algunos flecos para seguir barnizándolo con un color oscuro. Todos los féretros llevaban asas 'de quita y pon' que se recuperaban en el cementerio. Pero no hay que olvidar que los primeros ataúdes eran sencillos. No se solían pintar ni barnizar. Se montaba la caja, se forraba con tela negra y en la parte de abajo se colocaba un hilo con unas bolitas que algunas familias retiraban antes del enterramiento como recuerdo. Luego fueron siendo sustituidas por cruces metálicas que se colocaban en la tapa de la caja.
Hace más de una década una empresa holandesa diseñó un ataúd con piezas desmontables, al que cada uno podía incorporar en casa detalles personalizados como el material, el color o el tipo de asideros. No tuvo mucho éxito la iniciativa.
Noticia Patrocinada
Entre las labores que también podían corresponder a un carpintero funerario, estaba la de colocar al muerto dentro del féretro. Era ayudado por algún vecino o pariente, según una creencia porque la familia no debía tocar el cadáver. No era raro, además, que colaborara con las amortajadoras que vestían al finado.
La práctica tradicional de cubrir a los cadáveres con un sudario blanco para su inhumación se mantuvo en el País Vasco hasta avanzado el siglo XVIII. Posteriormente, como mortaja se elegían las mejores ropas del finado, generalmente su traje de boda o el de los domingos. Lo importante era presentarse en el cielo limpio, mudado y bien ataviado. Antiguamente, la mujer después de casarse comenzaba a hacerse su mortaja, mientras que el amortajamiento con hábito fue decayendo en torno al siglo XIX. Los muertos por una epidemia se les enterraba con las mismas prendas que vestían en el momento del fallecimiento.
Publicidad
Revestimientos
En casi todas las localidades de Gipuzkoa los ataúdes de los niños se revestían de blanco, mientras que los que ejercían de anderos eran adolescentes que llevaban la caja en la mano sujeto por las asas. Los féretros de las personas mayores y casadas iban forrados de tela negra, pero los de los solteros y solteras, con forro blanco. También los difuntos eran ataviado atendiendo a un ancestral código: los hombres, con el hábito de San Francisco de Asís; las mujeres con hábito negro, de la Virgen Dolorosa; los chicos solteros, como San Luis, negro con sobrepelliz blanco; las chicas, de azul Purísima; los niños y niñas antes de su primera comunión, de ángeles, vestido blanco.
Una costumbre muy arraigada las primeras décadas del pasado siglo, y ya en desuso, era la de fotografiar a los difuntos una vez amortajados.
El ebanista que tenía su taller en el casco urbano se encargaba de llevar el ataúd a la casa del finado. No era raro verlo por una calle con una carretilla, y con andas para el traslado a la iglesia y al cementerio. Pero si se trataba de una familia que vivía en un caserío, los baserritarras eran los que cargaban la caja al hombro y lo transportaban hasta su hogar. Todo esto acabó a partir de los años 60 con la llegada del coche fúnebre a las funerarias. En San Sebastián es curioso que además de la existencia de profesionales privados, la Casa de la Misericordia ofrecía, todavía en la década de los 50 del pasado siglo, una plaza de carpintero para el taller de su funeraria.
Publicidad
A todo esto hay que sumar que en muchas ocasiones era necesaria la presencia del carpintero funerario para cerrar la caja antes del traslado e incluso después, si algún familiar quería dar el último adiós al difunto. En algunas localidades se ocupaba, asimismo, de la instalación de la capilla ardiente. Facilitaba los candelabros, los cirios con sus velas y las flores. Ya en la iglesia ponía encima de la caja un vaso con agua bendita y laurel así como un hisopo.
Otro de sus cometidos, no menos importante, era preparar la documentación pertinente, como certificados médicos o los requeridos por los juzgados. En ocasiones era el responsable de recoger el dinero para las misas en memoria del difunto, o dejaba una libreta en la casa mortuoria para que la familia del fallecido apuntara las misas y la cantidad de dinero con que contribuía cada donante.
Publicidad
Noticia relacionada
Según la ofrenda animal así era el funeral
En algunos municipios el carpintero funerario acompañaba al cadáver hasta el cementerio para aserrar los travesaños que se clavaban al ataúd para facilitar el traslado. Asimismo, retiraba adornos -como flecos y angelotes-, el crucifijo de la tapa, asas, manillas y otros complementos que se agregaban al ataúd en función de la categoría social o edad del finado.
Hubo casos en los que un carpintero se quedaba sin cobrar por sus servicios. En otros, era el Ayuntamiento el que se encargaba de los gastos del entierro, ya fuera porque el muerto no tenía familia ni dinero, o porque sus allegados se desentendieran del finado. En ocasiones se recurría a lo que se conocía como el listado de los pobres de solemnidad de un consistorio. Los que no tenían dinero podían apuntarse a esa lista y eso les permitía estar cubiertos en esos dolorosos trances. En algunas localidades existieron desde antiguo cofradías o asociaciones que mediante las aportaciones de las casas del vecindario creaban un fondo para hacer frente a los gastos. Había lo que se conocía como 'entierro de ataúd' y 'entierro de no caja', lo que indicaba el estatus del fallecido.
Publicidad
Muchas de las actuales empresas que prestan servicios funerarios en Gipuzkoa tienen su origen en el taller de un carpintero funerario
A mediados del pasado siglo comenzó el declive del oficio del carpintero funerario en Gipuzkoa. Muchos de estos artesanos comenzaron a comprar ataúdes a empresas especializadas que contaban con viajantes para promocionar sus productos y que utilizaban la rapidez del ferrocarril para su transporte. Ofrecían una amplia gama de tipos, calidades y acabados. Se popularizaron las cajas provenientes de la localidad gallega de Rivadavia, que en muchas ocasiones se podían adquirir ya talladas y con el cristal de la tapa superior colocado. Uno de los modelos más conocidos eran los de 'tipo inglés', de color oscuro, tallados, lijados y con los bordes redondeados. También se fueron popularizando los de los párvulos o niños, para los que se oficiaba la misa de gloria.
Cada vez se demandan menos ataúdes para un funeral o entierro. La cremación ha ido ganando terreno y, en la actualidad, se calcula que en algo más de la mitad de los casos se opta por esta práctica frente a la inhumación.
Llama al atención que muchas de las actuales empresas que prestan servicios funerarios en Gipuzkoa tienen su origen en el taller de un carpintero funerario. Eran negocios familiares que comenzaron como una ebanisteria, para especializarse después en la elaboración de ataúdes. La siguiente revolución llegó con la apertura de los tanatorios a finales del pasado siglo. Hasta entonces la familia velaba al difunto en casa en inacabables y agotadoras jornadas, con todos los allegados alrededor de la caja y personas entrando y saliendo a lo largo del día. En los caseríos había sitio para atender a la gente, pero «¿dónde colocas el ataúd en un piso?», se convirtió en el comentario más escuchado para defender y justificar este cambio.
Ataúdes impermeabilizados
Actualmente los ataúdes se impermeabilizan forrando su interior de plástico y se emplean fundas herméticas para envolver el cadáver. Cuando este es transportado de una localidad a otra se utilizan féretros con revestimiento de zinc para mayor higiene y mejor conservación del cuerpo. También destaca que desde ecofunerales a cajas de madera certificada procedente de talas controladas, pasando por coronas de flores de cultivo ecológico o sudarios biodegradables, son cada vez más demandados para reducir el impacto medioambiental en las defunciones.
Publicidad
A partir de mediados del pasado año fueron llegando las mutuas y los seguros de decesos que a cambio de una cuota se ocupan de los gastos de la caja, corona, recordatorios, esquelas, tanatorio, así como incineración o enterramiento, entre otros aspectos relacionados con las honras fúnebres.
Para finalizar, espero que hayan interesado estas historias y que nadie tenga pesadillas con un carpintero funerario que ultima su ataúd. No hay que darle vueltas. Casi nadie llega a ver la caja en la que reposarán eternamente sus restos. Lo demás... Eso sí que sería tener un mal sueño. Mejor recordar esta cita de Antonio Machado: «La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos». Tampoco se debe olvidar el refrán popular «El muerto al hoyo y el vivo al bollo».
Suscríbete los 2 primeros meses gratis
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión