Historia de dos veranos muy distintos: San Sebastián y Pekín en 1900
La Bella Easo, la Ciudad Imperial y un donostiarra eminente
Si siguiendo el consejo de un proverbio chino nos fijamos en una imagen para que nos cuente lo que no podrían decir mil palabras, ese ... podría ser el caso de los llamativos carteles que, a partir de 1876, anunciaban a San Sebastián como un destino ideal para unas vacaciones veraniegas de primera categoría.
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Algunos de ellos, como los publicados por el Gran Casino donostiarra, resumían perfectamente lo que podían esperar los visitantes de esa ciudad que quería rivalizar con Niza, Cannes, Mónaco o la más cercana Biarritz.
Para los que venían aquí con suficiente dinero -era a esos a los que se esperaba- instituciones donostiarras como ese Gran Casino -pensado para superar al de Mónaco- ofrecían elegantes bailes. Para adultos y también para los retoños de esa alta burguesía que iba a disfrutar las delicias del templado clima donostiarra, sus paseos marítimos, sus playas, sus pintorescos alrededores rurales... Otros carteles insistían en el carácter de San Sebastián como Playa Real.
Es decir: animaban a los visitantes a sumarse a la cumbre del prestigio social veraneando en una ciudad que era corte de verano española. También hubo carteles que explotaban la vena orientalista aludiendo a las corridas de toros que se celebraban en la que todavía conocemos como «Semana Grande», llevando las cosas hasta el extremo de adornar esos carteles publicitarios con exóticas flamencas «donostiarras». Muy lejos de las baserritarras del entorno rural de la ciudad o, más aún, de las elegantes donostiarras siempre a la última moda «parisienne» que en nada difería de la que se podía ver en Deauville, Londres, Berlín…
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Más allá de engaños publicitarios como esas falsas flamencas, es cierto que si consultamos la Prensa o los registros municipales donostiarras, queda claro que San Sebastian en el verano de, por ejemplo, 1900 se parecía mucho a lo que vendían esos carteles promocionales.
Es decir: un lugar donde pasar unos plácidos días de vacaciones disfrutando de una elegante ciudad pensada, a partir del Ensanche de 1863 y los posteriores, para resultar monumental a la vista, alojar a una población próspera y rivalizar en su Arquitectura con cualquier gran capital europea. En resumen, en 1900 San Sebastián era una más de esas agradables estaciones balnearias en las que la opulenta, próspera y pagada de sí misma burguesía de la época podía pasear tranquilamente por el Boulevard, lucir elegantes trajes de corte veraniego, caros canotiers, sombrillas de encaje y seda y ligeros vestidos de finas telas estivales y colores pastel para las damas de mayor o menor alcurnia que se refrescaban en heladerías y restaurantes o tomaban el té en el Café Suizo o en los grandes hoteles que la ciudad ya empezaba a desarrollar con la mira puesta en superarse, para 1912, con el Hotel Maria Cristina.
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Sin embargo en otras latitudes otras ciudades vivían ese mismo verano de 1900 en condiciones muy distintas. Ese era el caso de Pekín, la capital de un moribundo imperio chino que desde el mes de junio de ese año hasta septiembre iba a ser un campo de batalla en el que se batirán diversas potencias occidentales contra ese imperio desbordado por la llamada rebelión de los «boxers» o bóxers según la grafía española.
La colonia europea instalada en esa milenaria ciudad china había vivido hasta el mes de junio de 1900 en una situación que, sin ser la ideal que se podía disfrutar en el San Sebastian de esas mismas fechas, reflejaba una imagen muy similar a la que se podría captar viendo el Boulevard donostiarra en esos momentos. Sin embargo desde que los «boxers» arrollan a la tambaleante estructura imperial china, los elegantes caballeros y las elegantes damas británicas, alemanas, austríacas… que viven en Pekín por distintas razones, se encuentran, de repente, en un terrible campo de batalla en el que los fanáticos luchadores chinos y, al fin, el mismo Ejército imperial, se vuelven en su contra, buscando su exterminio pues tanto ellas como ellos les parecen «bárbaros» que jamás deberían haber mancillado con su presencia el Celestial Imperio.
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Dos escenas opuestas la del verano donostiarra y la del de Pekín entre junio y septiembre de 1900 que, sin embargo, por una de esas paradojas históricas tan habituales, estaban unidas a través de un donostiarra eminente: Fermín Lasala y Collado, el duque de Mandas.
¿Señal de ataque desde Londres?
Fermín Lasala hijo estaba en el verano de 1900 en la cúspide de su carrera política. Una nueva victoria del partido conservador lo había convertido en embajador de España en Londres. Con categoría de plenipotenciario y una clara misión de estado que respetarán incluso sus oponentes liberales, al mantenerlo en ese puesto pese a la caída del gobierno conservador algún tiempo después de que el donostiarra ocupase esa categoría de embajador español ante la corte británica.
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Esa misión tan delicada encargada al duque era la de rehacer los maltrechos asuntos políticos de España tras la derrota sufrida ante los Estados Unidos y la cesión de todas sus posesiones restantes en América, Asia y el Pacífico.
Es en esa situación en la que le sorprende en Londres la rebelión de los llamados «boxer». Las cartas que Mandas cruza con el ministro de Estado -el equivalente a Exteriores en la actualidad- nos muestran un cuadro breve pero revelador de cómo ese Pekín, tan opuesto al plácido veraneo donostiarra, se consume convertido en un campo de batalla feroz en torno al Barrio de las Legaciones.
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Fermín Lasala y Collado se empleará a fondo para gestionar esa crisis internacional. Desde el 7 de junio, cuando el duque llega a Londres, el ministro de Estado ya le advertía que se esperaban «sucesos desagradables en Pekín» pues así lo avisaba el representante español en China, Cólogan. Apenas una semana después Lasala y Collado ya había hablado con el ministro británico del ramo, Lord Salisbury, para fijar una postura común sobre cómo defender la parte española de ese Barrio de las Legaciones de Pekín.
Desde ese momento el duque de Mandas seguirá muy de cerca esa grave crisis mientras duran esos famosos 55 días de asedio chino contras las legaciones extranjeras a sangre y fuego. Así Fermín Lasala y Collado, máximo representante español ante esa Gran Bretaña que es la mayor potencia mundial en esos momentos, vigila los acontecimientos, informa a Madrid y Madrid le informa sobre qué se debe decir en Londres y qué va a hacer España. Se habla así incluso de aportar el moderno acorazado Carlos V a la fuerza internacional que va aplastar esa última resistencia china al avance de las potencias occidentales u occidentalizadas, como Japón. Una decisión por parte del ministerio español casi brutal, pues ese navío de guerra era, en esos momentos, uno de los de mayor potencia de fuego que existía en el mundo.
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Así de diferente, en definitiva, resultaba para un eminente donostiarra el verano que se vivía en su ciudad natal en el año 1900 y el que se sufría, al mismo tiempo, a muchas millas de distancia de la Bella Easo, en Pekín...
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