Todo está inacabado, nada es definitivo, concluyente ni finito en un presente continuo en el que todas las opciones permanecen abiertas. Vivimos en un parque ... de atracciones hipnótico y magnético, feroz y extenuante, y no encuentro el botón de STOP para pulsar y detener, siquiera por un instante, este delirio.
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Nací en un mundo surcado de fronteras físicas y mentales. La educación marcaba límites y traspasarlos acarreaba castigos. La televisión se despedía y cerraba a media noche y apagar el televisor no significaba dejar una luz roja en Stand By. La única experiencia indefinida era el matrimonio y finalizaba con la muerte. Ha llovido.
Los programas informáticos se renuevan, las app se actualizan, Spotify te permite escuchar, sin interrupción, 80 millones de canciones y los whatsapp han estirado el horario laboral. Me confiesa un amigo que cuando le atrapa una serie con muchas temporadas prolonga durante meses el suspense antes de ver los dos últimos capítulos. Miedo a que se acaben las cosas.
La cabina de la montaña rusa asciende por una rampa que nunca alcanza a su zénit. Con cada metro de pendiente aumentan las expectativas mientras deseamos, fantaseamos con un clímax que no llega. No alcanzar un final feliz provoca una insatisfacción que mitigamos comprando. Ese es el truco mágico del consumo. Todo se mueve. Bailamos la conga, dando vueltas en una fiesta sin fin. Sonreímos mientras imploramos que no pare la música, sabedores de que no habrá sillas para todos.
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