La vida está perdiendo su color. Han desaparecido de la carretera los automóviles amarillos, verdes o azul eléctrico. Las ventanas ya no lucen cortinas insolentes ... y los jerseys naranjas y los vestidos fucsias dormitan en el fondo del armario. Hoy las fachadas son blancas y grises, los teléfonos negros y plateados, el gris es el color más común en los automóviles y, después del blanco y el negro, el más utilizado en moda. Hasta los mcdonald han renunciado al rojo y amarillo en nombre de la discreción.
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Durante siglos, iglesia y aristocracia expresaron su poder a través de rojos, púrpuras, oros y escarlatas. Después, la moral burguesa y la modernidad racional construyeron Europa sobre la sospecha hacia el exceso. El minimalismo nació como respuesta a la saturación pero el silencio cromático ha pasado de ser una elección estética a revelar un cambio social. La monocromía es una forma de anonimato, lo neutro una declaración de neutralidad.
Paradojas. Al mismo tiempo las pantallas saturan de color nuestra mirada. Todo brilla, todo parpadea. Imagino que la austeridad cromática es también una respuesta callada al estruendo del píxel. El gris, el beige, el blanco roto son los signos visuales de una comunidad que no quiere gritar para distinguirse. Y sin embargo, hay algo inquietante detrás de esta uniformidad. La vida contemporánea ha hecho del silencio su bandera pero ha renunciado al riesgo, a la desobediencia. Ha perdido la inocencia de celebrar la diferencia.
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