Desde la primera civilización hasta hoy los seres humanos hemos aplicado diferentes métodos para dividir la vida en porciones lógicas de tiempo. Los primeros pueblos calcularon las trayectorias de la luna y el sol, observaron la periodicidad de las cosechas, diferenciaron las estaciones y reflejaron sus descubrimientos en los calendarios.
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5.000 años antes de que los franceses crearan el sistema métrico decimal los sumerios ya utilizaban el 12 y el 60 como base para sus cálculos. Crearon un calendario de 12 ciclos lunares que, aunque imperfecto, inspiró a los siguientes pueblos. Los babilonios fraccionaron el día en 24 horas y éstas en 60 minutos de 60 segundos. A su vez, los astrónomos egipcios descubrieron que un año duraba 365 días y lo dividieron en un calendario solar, más preciso, de 12 meses.
Todas las formas de medir el tiempo son una convención social, un acuerdo que aceptamos sin pensarlo. Pero desde que utilizamos calendarios, el primer día del año tiene una influencia especial en nuestro comportamiento. Sólo lo separa una campanada del año que se despide pero nos gusta creer que estrenamos un tiempo nuevo.
Hoy cerramos un calendario manchado de aprendizajes, alegrías, recuerdos y disgustos. Mañana el sol nos regala un nuevo año. De manera automática, muchos reemplazarán el calendario de la pared. Algunos se fijarán un instante en la foto que lo decora. Otros sólo verán 365 casillas vacías, limpias, que esperan pacientemente su oportunidad.
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