He hecho inventario de los últimos cien sobres que he recogido del buzón. Más de veinte llevan el logotipo de un banco, doce son de compañías de luz, gas y telefonía, el resto mailing publicitarios y burocracia de la administración. Lo más personal que he recibido en tres meses es una multa.
Ya nadie escribe cartas a mano y las postales de lugares exóticos son, hoy, post de Instagram. Intento recordar la última vez que eché una carta al buzón pero no lo consigo. Baja la producción de papel mientras crece la de cartón. Parece que hemos sustituido las cartas de amor por paquetes de Amazon.
Los buzones eran cajas de caudales donde se guardaban en depósito promesas solemnes, despedidas cobardes, poemas que alguien subrayó con dos gotas de perfume. Trocitos de vida a la espera de que un traficante de frases los acercara a su destinatario. En el alma de cada cartero hay escondido un Miguel Strogoff.
Los tiempos de espera del correo postal encienden el misterio, avivan el deseo. Las cartas de amor cruzan países, océanos, guerras manteniendo viva la pasión hasta llegar a su receptor. No conozco pulsión más urgente que la del amante que baja descalzo al buzón con la esperanza de ser correspondido.
Hoy, pocas personas escriben sus apellidos en el buzón de casa. Escondemos nuestra intimidad tras un impersonal '3º dcha'. En cambio, los buzones de las fincas antiguas conservan los nombres de muchos vecinos que ya marcharon. Por ahora, nadie les ha echado en falta.