Ángel, el guipuzcoano que murió de frío en un banco de una plaza de Pamplona
La noche del 13 de enero, un hombre de 61 años natural de Gipuzkoa falleció por hipotermia sobre un banco de la plaza Monasterio de Azuelo de Pamplona. Vecinos del barrio relatan dos semanas después cómo fueron las últimas horas de agonía de esta persona «culta, educada y discreta»
Iván Benítez
Pamplona
Domingo, 28 de enero 2024, 09:49
Dos noches antes de morir por hipotermia en un banco de la plaza Monasterio de Azuelo de Pamplona, Ángel, un guipuzcoano de 61 años, entró ... en una panadería y pidió un poco de pan y agua. El mercurio rozaba los cero grados, Osasuna estaba a punto de disputar la semifinal de la Supercopa contra el Barcelona en un partido televisado y los bares se llenaban ante esta cita histórica. Esta es la crónica de las últimas horas con vida de Ángel, hace justo dos semanas, entre las 20 horas del jueves 11 de enero y la madrugada del sábado 13. Testigos relatan lo que vieron y sintieron.
«Aquel jueves llegó a nuestro local un hombre muy correcto que se encontraba entumecido, incluso tiritaba. Pidió pan y agua pero apenas llevaba unas monedas. Y como le notamos mal, muy cansado, le servimos un vaso de café con leche bien caliente». Así lo recuerdan Ainhoa Sarasíbar y Juanjo Lechado, propietarios de la cafetería y panadería Bam Bam ubicada en la misma plaza. Aquel hombre se despidió del matrimonio, agradecido por el trato recibido, volvió a la calle con el café en la mano y nunca más volvieron a saber de él, al menos hasta que tres días después se publicó la noticia de su fallecimiento.
Ataviado con un gorro y cargado con una mochila al hombro, Ángel salió de la panadería y regresó entre los soportales hacia la calle Monasterio de la Oliva. Allí, entre la Caja Laboral y el bar Katiuska, solía echarse sobre el suelo de piedra. Esa noche prefirió quedarse a los pies de una cristalera de un local en venta vacío, junto al bar, quizá porque sobre estas baldosas había encontrado la solidaridad de unos clientes que no dudaban en dejarle alimentos y leche caliente. Sin cartones con los que aliviar la gélida temperatura, se envolvió con una manta fina y se encogió adoptando una postura fetal.
Esa madrugada, ante la llamada de aviso de algún vecino, agentes de la Policía Municipal acudieron en varias ocasiones para comprobar el estado de salud de Ángel. Y según consta en el informe policial, «siempre» le encontraron sentado y con actitud esquiva hacia los recursos habilitados por el Ayuntamiento para personas sin hogar.
«Te llevamos al sol»
Al día siguiente, viernes 12 de enero, con la derrota de Osasuna en las portadas de los medios navarros, la vida continuó su curso. A las nueve de la mañana, los propietarios del bar Katiuska, Victoria Torres y su marido Jorge Mosquero, estaban a punto de girar la llave de la puerta de su negocio cuando repararon que aquella persona sin hogar que había buscado refugio en este rincón de la ciudad seguía tirada bajo la manta. Temiéndose lo peor, Victoria y Jorge se acercaron con inquietud. La estación meteorológica en Pamplona del Gobierno de Navarra registraba al amanecer un grado bajo cero.
«Llevaba tres días y tres noches durmiendo sobre el suelo. Le solíamos sacar comida y café caliente. Los clientes, vecinos del barrio, trataron de ayudarle», explica el matrimonio. «Aunque decía que no quería ser atendido por los servicios sociales ni tampoco ir al albergue, ¿por qué hay que esperar a que suceda algo para actuar?». El dolor contiene las palabras. «¿Ves esa mancha en el suelo?», interpela Victoria. «No es la huella de ningún cartón. Ni siquiera tenía cartones. Esa huella es de los cafés que se derramaron porque no podía sujetar bien los vasos de lo agarrotado que estaba».
Esa mañana de viernes, en una de las mesas de la terraza de la cafetería también desayunaba Daniela, de 18 años, con dos amigas. «Estaba tan entumecido y desorientado», describen aquel momento.
Y muy cerca de las jóvenes trabajaba José Yepe, un oficial de la construcción de 57 años. «Siento escalofríos. ¿De verdad ha muerto?», pregunta con inquietud. Yepe se aleja en busca de un compañero. «¡Raúl, ha muerto el hombre que vimos que dormía aquí el otro día!», le suelta con aspavientos. Ambos trabajan estos días rematando bordes de columnas, muy cerca de la mancha de café donde dormía Ángel horas antes de morir. «La mañana que vi por primera vez a ese hombre, cubierto hasta los pies, la piedra del suelo podría estar a uno bajo cero. ¿Por qué le dejaron tirado?».
«Estaba agarrotado»
Victoria continúa tirando del hilo. «Una vecina contactó inmediatamente con servicios de emergencias y no tardaron en acudir tres agentes de Policía Municipal. Lo levantaron del suelo y escuchamos que le decían que le llevaban a la plaza, donde daba el sol». Serían las diez de la mañana. Entre los tres policías –siempre según los testigos–, le ayudaron a desplazarse hasta uno de los bancos de madera de una plaza que a esta hora ya dejaba de lado las sombras. Y lo sentaron frente a su último amanecer.
Residentes y trabajadores de la zona siguen corroborando lo ocurrido. «Le vimos tan agarrotado que no podía enderezar los pies. No estaba en condiciones de decidir nada. ¡ Si ese hombre no podía ni hablar!», afirman con impotencia. «¿Qué va a poder responder a los policías cuando le preguntan si quiere ir al albergue? En aquellas condiciones, no tenía ninguna capacidad de decisión», insisten en esto. «Había que haberle llevado directamente al hospital».
Desde Policía Municipal confirman la versión vecinal, aclarando que tras ayudarle a sentarse en un banco de la plaza empezó a espabilar y que entonces le propusieron «con insistencia» llamar a una ambulancia y se negó. Los agentes también le informaron de la posibilidad de pasar la noche en el albergue y respondió «que solo quería estar ahí y vivir como él vive y que no quería nada más».
En cualquier caso, la sensación entre los vecinos de este barrio de San Juan es de «dolor y rabia», suscriben. «Porque su muerte se podía haber evitado».
«Era culto y discreto»
Ángel podría llevar en San Juan entre uno y dos años. «Siempre se le veía aseado y era muy educado». Quienes le conocían de vista o personalmente también coinciden en señalar que a veces se le solía ver junto a otra persona sin hogar. Su amigo. Un hombre de 41 años, con nombre y apellidos, y con una historia de luces y sombras.
Curiosamente, este amigo del que hablan coincide con el periodista en la plaza. «Suelo venir a este lugar, recojo colillas y pido unas monedas». Se sienta en la terraza de uno de los bares y bebe una cocacola de trago. «Me llamo D.», se presenta con actitud nerviosa. Se remanga, se mueve, se lleva unas manos completamente comidas por la suciedad a un rostro cubierto de barba. «Conocía a Ángel de vagabundear por aquí. Pero, por favor, no pongas mi apellido ni me hagas foto, mi familia es muy conocida en Pamplona y no quiero hacerles más daño. La culpa es mía. Me quedé en la calle por culpa de las drogas. Consumo desde muy joven. Nunca he conseguido superar la adicción y robaba hasta en casa para poder pagar la droga. Y me fui. Bueno, ya no consumo», expresa con satisfacción. «Llevo tres semanas sin drogarme por la falta de dinero. Y tengo un mono que no puedo más». En su voz se intuye esperanza. Esperanza de ser consciente de que tiene un problema y que puede conseguir superarlo. Esperanza de llegar a ser la persona que quiso ser. Entonces, sonriente, deja entrever una dentadura mellada por una caída reciente. «Me gustaría tanto darme una ducha, afeitarme y cenar esta noche un kebab. Hoy solo he comido medio sándwich que me ha dado una señora. ¿Qué otros sueños? No sé. A veces creo que he perdido la fe. Me gustaría poder trabajar de soldador y dibujar. De joven dibujaba mucho. Me encanta el arte».
D. no recibe ninguna ayuda. «La trabajadora social me ha dejado claro que sin padrón no pueden hacer nada». Mientras tanto, vive en una cabaña abandonada en la comarca de Pamplona. «Sin mantas. Mira mis zapatillas». Las punteras dejan al descubierto los dedos. «Por suerte me han regalado unos calcetines». Su rostro se llena de amargura al recordar a su amigo. «Me acojona morir solo y hacerlo de frío. Me siento muy cansado física y psicológicamente. Tengo tanta falta de afecto... Es muy duro despertar y tener que pedir. Cuesta mucho. Solo quieres comer algo y que llegue la hora de la noche para refugiarte en la cabaña y no molestar a nadie. Creo que eso es lo que le pasaba a Ángel, que no quería molestar a nadie». Al mencionarle, rememora dos de sus aficiones. «Nos gustaba hablar de música y de músicos atormentados. Me hablaba de Enrique Urquijo y de Los Secretos, y de la película Báilame el agua. Le marcó, sí. Quiero que se le recuerde como una buena persona, muy respetuosa y educada. No quería molestar.
En este cruce de historias, días después de la muerte de Ángel, se presenta en bicicleta en la plaza un joven de 21 años. Unai se sienta sin saberlo en el mismo banco en el que murió Ángel. «Me dejas helado. No sé si llorar. Nos cuesta ponernos en la piel de los demás y mucho menos de las personas sin hogar». Unai se acuerda de una persona sin hogar que conoció hace años en esta explanada. «Necesitaba conversar. Me habló de un pasado muy duro. Entonces comprendí que el problema es que en esta sociedad no nos ponemos en la piel de nadie». Unai se queda en silencio. «La muerte, en este banco, me genera muchas preguntas: ¿cómo sería ese hombre?, ¿por qué estaba solo?, ¿era querido por alguien o no?, ¿qué problemas pudo tener?, ¿pudo haberse evitado el fallecimiento?».
«¡Qué pasa, majo!»
En esta cuenta atrás, una mujer de unos 70 años trató de auxiliar a Ángel en su último aliento. Sucedió a las diez de la noche, cuatro horas antes de su muerte. Charo, así se llama esta vecina, tomaba algo con unas amigas cuando reparó en un bulto bajo una manta en el mismo banco donde los agentes le habían dejado sentado por la mañana. Charo no lo dudó y se acercó. En la terraza del bar también estaba Juanjo Lechado, propietario del local Bam Bam. «Me acerqué al banco y le dije: ¡Qué pasa majo! Y me hizo así con la cara, un gesto... No podía moverse». Entonces, llegó Lechado con un bocadillo de tortilla y un café. El hombre me miró como si quisiera hablar y no pudo. Tosió».
Sin saber muy bien cómo actuar, Charo volvió a casa y contactó con la Policía Municipal para informarles de lo que estaba sucediendo. «Les dije que ese hombre no podía seguir en la calle y me respondieron que los que estaban en la calle era porque querían». No conforme con la respuesta, telefoneó al 112 añadiendo que el hombre del banco sufría de una fuerte tos. «Y la operadora me dijo que si tosía que fuera al centro San Martín».
Revuelta por lo que acababa de escuchar, bajó de nuevo a la plaza y se acercó al banco. «Majo, aquí estás muy mal», le insistió. Pero solo balbuceaba. Charo no pudo dormir pensando en aquel hombre. «Si yo en la cama tenía frío... Qué hubiera costado comprobar cómo se encontraba ese hombre». Fue impotencia lo que sintió al conocer el domingo por la prensa que agentes de la Policía Municipal trataron de reanimarle a las tres de la madrugada y que había muerto por hipotermia. «Solo espero que no vuelva a repetirse algo así y que se preste más atención a la llamada de los ciudadanos sobre estos avisos. Cada vez estamos peor por culpa de los protocolos».
El martes pasado, a las cinco de la tarde, Ainhoa Sarasíbar, Jorge Mosquera y sus dos hijos, Diego y Dani, anudaban un ramo de flores en recuerdo de Ángel que desaparecería en menos de doce horas.
La película de la que habla D. al mencionar a Ángel, Báilame el agua, aborda la vida de dos jóvenes vagabundos que duermen en bancos y comparten vidas con otras personas en la calle. El protagonista es un chico introvertido, con un inmenso mundo interior que solo sale a la superficie a través de su poesía.
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