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Acabo de hundirme en uno de los infiernos más sofisticados de nuestra época: el de la atención telefónica al cliente. Durante tres días -tres- me ... han reenviado de un departamento a otro y y vuelta al anterior como mínimo veinte veces, he tenido que escuchar veinte veces el aviso sobre la grabación de la llamada y esa musiquita de espera que da ganas de comprarse un lanzallamas, he tenido que elegir opciones («si quiere que le clavemos un colmillo, pulse dos») y teclear mi dni hasta gastar los números, he tenido que exponer mi problema veinte veces y nadie me ha hecho caso.
Todavía no puedo contar detalles, porque de repente andamos con demandas y abogados de por medio -madre mía-, pero sé que cometimos un error al confiar en una de esas grandes compañías (bancos, seguros, comunicaciones...) que en los anuncios se presentan como tus amiguitas en un mundo maravilloso. En cuanto surge un problema, se convierten en robots despiadados que rechazan al cliente hasta desesperarlo. Ya nos fuimos de una gran empresa eléctrica a una cooperativa local sin ánimo de lucro con la que ahorramos y, sobre todo, tenemos un trato directo con seres humanos. Lo seguiremos haciendo con otros servicios. Y tampoco renunciaremos a las palabras: si se extiende esa costumbre inmobiliaria de llamar bichos a los inquilinos de un piso en venta, no sé qué nos impide llamar por su nombre a los ejecutivos de esas compañías que nos chupan la sangre.
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