«¡Amnistía, libertad!»

Como largometraje carcelario, no le falta de nada: la soledad en la celda, el desencanto generalizado, la brutalidad de los funcionarios de prisiones, las celdas de aislamiento, las relaciones entre los presos como en una selva, también la solidaridad, un motín y hasta una fuga. En ese sentido, la película inaugural casi funciona como catálogo del cine ambientado en prisiones, incluso con guiños concretos: el cepillo de dientes con espejito desde el que observar la galería es el de 'La evasión', de Jacques Becker.

Sin embargo, Alberto Rodríguez logra no quedarse en otra película carcelaria más, aunque sea de las buenas, porque no nos lleva a una cárcel cualquier en un momento indiferente. No, estamos en la Modelo de Barcelona, con su estructura en estrella y esa rotundidad arquitectónica a la que el fotógrafo Álex Catalán saca chispas (nada de decorados o trucos: el rodaje se hizo en el verdadero edificio). Y estamos en los primeros meses de la democracia. De la democracia fuera de los muros de la prisión, donde todo empezaba a cambiar mientras dentro seguían los funcionarios de antes, los presos juzgados con leyes franquistas, la implacable inercia de la dictadura.

Esa situación, con el recuerdo a la lucha de la Copel (recuerden: Coordinadora de Presos en Lucha) y su frustración porque la esperada amnistía fue solo para los presos políticos, no para los comunes, enriquece un relato que somete al espectador a una sucesión de duchas frías y calientes. El protagonista, Manuel (Miguel Herrán) vive su periplo con vaivenes de la esperanza a la desesperación, en contraste con su más estable compañero de celda (un contenido Javier Gutiérrez).

Pese a un ligero cansancio en su parte final, Alberto Rodríguez ofrece una intensa película de género, a la que suma atractivos elementos políticos, humanos y sentimentales.