Lo bueno de escribir sobre Bob Dylan es que no hay riesgo de incurrir en la hipérbole. Más allá de las chanzas que pueda desatar ... que un octogenario viva en una gira perpetua –circunstancia que se saludaría con profundas reverencias si fuera un minoritario músico de jazz o de flamenco, para que se vea cómo son las cosas–, toca repetir que no hay músico del siglo XX cuya influencia resulte de un calibre tan monstruoso.
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Su dimensión artística, que roza la categoría de grosera por descomunal, se levanta sobre dos puntos: repertorio y actitud. Respecto al primero, no hay otro compositor cuyo cancionero haya sido versioneado por un abanico de artistas tan heterogéneo que vaya de Luis Eduardo Aute a Guns N' Roses, de Sanchís y Jocano a Eric Clapton, de Jimi Hendrix a The Byrds, de Johnny Cash a Adele. Por citar a un puñado de un listado que desbordaría esta página.
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Respecto a la actitud, estamos ante el primer artista de masas que se enfrentó a su público y rompió con sus exigencias en directo y a la cara. El resto es pasto de una interminable bibliografía que ha tratado de desentrañar minuciosamente el enigma construido en torno a este hombre. Probablemente, todo se reduzca a lo que se ve es lo que hay y, al modo de Poe en 'La carta robada', no haya mejor manera de ocultar algo que dejarlo a la vista de todos.
Todo esto le sitúa en el kilómetro cero de la música popular, a partir del cual se miden todos los demás. «Es mejor que Dylan», «es peor que Dylan», «es el nuevo Dylan» o «suena como el mejor Dylan» son desde hace décadas lugares comunes de la crítica musical porque, para bien o para mal, no hay manera de soslayar la sombra que proyecta sobre cualquiera que coge papel y boli para escribir canciones que luego interpretará sobre un escenario.
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Dylan ha pasado por Donostia varias veces y aunque su actuación en el despropósito aquel del Concierto por la Paz en La Zurriola dejó una imagen devastadora que quizás aún pese negativamente en parte del multitudinario público que prestó algo de atención al bolo, su regreso sigue siendo una buena noticia. Es una leyenda, por desgastada que esté la expresión. Baste pensar en los ríos de tinta que correrían si San Sebastián se hubiera quedado fuera del circuito de doce conciertos que ofrecerá en España.
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