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PAISAJE Y PAISANAJE

ATAUN, TIERRA DE GENTILES

En las montañas que rodean Ataun vivían los gentiles, seres legendarios que poblaban el País Vasco. Según la tradición, con la llegada del cristianismo desaparecieron y quedaron sepultados bajo los dólmenes. O bajo las ruinas del castillo de Jentilbaratz, al que nos acercaremos

ANDER IZAGIRRE

Jueves, 2 de agosto 2007, 14:43

Todos los años por noviembre unos personajes melenudos, ataviados con pieles de oveja, salen de las cuevas al anochecer y bajan al pueblo de Ataun llevando antorchas. Son los gentiles, los pobladores arcaicos del País Vasco, habitantes del bosque y la montaña, forzudos lanzadores de rocas y maestros de los primeros oficios (herreros, molineros, agricultores...).

Un día, un grupo de gentiles bailaba entusiasmado en el monte Leitzadi cuando una estrella muy brillante apareció en el cielo. Corrieron a contárselo al gentil más anciano y éste, apesadumbrado, les dio la explicación: «Ha nacido Kixmi. Ha terminado la época de los gentiles. Arrojadme a esa sima y después tiraos todos vosotros. El último, que cierre la boca de la sima con una roca y que baje al valle a comunicar el nacimiento de Kixmi». Kixmi, representado en la mitología vasca como un mono con aire demoníaco, era Jesucristo. Y el último gentil, el que anunció la llegada del cristianismo a los humanos, era Olentzero.

Los antiguos vascos interpretaron que los gentiles estaban enterrados bajo los misteriosos crómlechs y dólmenes, a los que llamaban mairubaratz (cementerio de los mairus, otra denominación de los gentiles). En Ataun, por ejemplo, se aseguraba que aquellos seres paganos yacían bajo el dolmen de Jentillarri, en los pastos de Enirio. No les faltó intuición. O quizá no era intuición, sino un conocimiento prehistórico que se transmitía, ya muy difuminado, en las leyendas. Porque, efectivamente, las excavaciones arqueológicas demostraron que el dolmen de Jentillari era una cámara mortuoria en cuyo interior se hallaron huesos que pertenecían al menos a 27 personas. «Jentille, jende hille», dice una etimología popular de la zona («gentiles, gente muerta»).

Otro sepulcro de gentiles se sitúa en la cumbre de Jentilbaratza. Y desde allí bajan a Ataun, una vez al año, los personajes mitológicos. Por el desfiladero de Arrateta llegan Mikelats -el hijo malvado de la diosa Mari, que lanza tormentas y granizos contra los rebaños y las cosechas-, Atarrabi -el hijo bueno, a quien el diablo Etsai robó la sombra-, Basajaun -señor de los bosques-, San Martin Txiki -que robó a los gentiles los secretos de la siembra y la forja para dárselos a los humanos-, Tartalo el cíclope, Mateo Txistu el cazador errante Cuando entran en San Martín de Ataun, el alguacil recorre el pueblo dando la noticia: «Bando, bando, bando! Jentilak etorri dira inoiz baino gehiago! Bando, bando, bando! Alkateak isilik egoteko esan do!». (¿Han llegado más gentiles que nunca! ¿El alcalde pide silencio!). Y salen los personajes cristianos a recibir a los seres de la montaña: el alcalde, el cura, el médico, los miqueletes, las costureras, los herradores, los campesinos

Todos juntos caminan por las calles del pueblo, iluminadas sólo por las antorchas y las velas que ponen los vecinos en los balcones, y acuden al polideportivo para representar alguna de las numerosas leyendas que recopiló el sacerdote, antropólogo, arqueólogo y etnógrafo ataundarra José Miguel Barandiarán. Todo ese mundo mágico se expondrá pronto en el Museo Barandiaran, que se repartirá entre el molino Larruntza (mostrará la vida y la obra del investigador), la casa Sara (donde vivió a la vuelta del exilio) y un pasadizo subterráneo en el que se recreará el mundo de los seres legendarios. También se trazará una red de senderos para visitar los megalitos más notables del valle.

Sepulcro de gentiles

Mientras se pone en marcha el museo, podemos visitar directamente el sepulcro de los gentiles en el pico de Jentilbaratza (460 metros). Una ascensión de tres cuartos de hora nos llevará hasta ese nido de águila en el que yacen los restos de un castillo medieval, cuya construcción se atribuye al cíclope Tartalo. Esta fusión de historia y leyenda se repite constantemente en el valle. Todavía más: el peso de la mitología ha sido tan grande en estas tierras, que hasta los señores más poderosos tuvieron que asociarse con linajes mitológicos para ganar legitimidad.

Es el caso de los señores de Lazcano, dueños absolutos de todo el valle del río Agauntza, la estrecha hondonada que ciñe el flanco suroeste de Aralar y en la que se desperdigan los caseríos de Ataun. Lo primero que descubriremos en el valle es quién mandaba aquí: en la entrada de Lazkao se alza el imponente Palacio de los Lazcano, con una portada que luce el gran escudo familiar y con dos torreones laterales. El edificio data del siglo XVII pero consta que los Lazcano ya daban guerra allá por el año 1053. Estos señores feudales, cabecillas del bando oñacino, se adueñaron de casi toda la comarca. Poseían molinos, ferrerías y tierras; cobraban diezmos a los campesinos; eran los patronos de la iglesia parroquial y escogían a los sacerdotes. Y para legitimar ese poder, lo dotaron un origen sobrehumano: la tradición cuenta que el primer Lazcano mató al malvado gigante que vivía en el monte Muru, se casó con la hija de aquel gentil y fundó el Señorío. Así, la estirpe de los gentiles quedaba integrada en la autoridad humana.

Junto al palacio se alzan un monasterio de benedictinos y otro de bernardas, ambos fundados -cómo no- por los Lazcano. El rastro de este linaje nos lleva hasta Ataun (una sucesión de barrios dispersos por el valle), en cuyo núcleo principal de San Martín se encuentra la iglesia del mismo nombre, con el escudo de los Lazcano en la fachada.

Pocos metros más adelante, a mano izquierda sale la pequeña carretera GI-4151 que se cuela por el desfiladero de Arrateta, al pie del domo de Ataun. El domo es una especie de circo calizo, perforado por cuevas y simas, poblado por algunos caseríos: el escenario ideal para las andanzas de los gentiles, que salían de sus refugios y tenían buenos tratos con algunos humanos, como los del caserío Agerre. A los cuatrocientos metros del cruce, un poco antes de llegar al desfiladero, encontraremos la Villa Arrateta. Detrás de ella arranca una pista que sube hasta el caserío Aiztondoa. Desde allí debemos seguir el sendero que primero se dirige hacia la cantera, hace un breve zigzag y ya emprende la subida a la peña de Jentilbaratz, espolón sobresaliente del roquedo de Intzartzu.

En la cumbre encontraremos los restos del castillo medieval que encontró Barandiarán en 1916: un muro inferior (un metro de alto por cuatro de largo) y un muro superior (casi tres metros de alto por seis y pico de largo). Sobre el precipicio también aparecen otros pequeños restos de piedra labrada y en el interior del recinto se aprecia perfectamente un hueco de cuatro metros por dos y medio: la boca del depósito de agua. Barandiarán encontró aquí fragmentos de cerámica, clavos, la punta de un cuchillo y dos monedas de cobre del siglo XII.

Más tarde, en 1928, en la ladera del precipicio hallaron un anillo romano de oro con un águila en relieve. Y en la cara sur se abre una cueva a la que se dirigen unos escalones tallados en la piedra, donde probablemente se refugiaban del frío los vigilantes de un castillo que allí en la punta no debía de ser muy abrigado.

Un camino milenario

En las cuevas del entorno se encontraron abundantes objetos prehistóricos, como pedernales, cerámicas, ganchos, clavos, huesos y cantos labrados Así se reafirma la lejana base de las leyendas de los gentiles: los primeros pobladores del País Vasco sí que se enterraban bajo los dólmenes y sí que vivían en aquellas cuevas. Estas alturas estratégicas probablemente también interesaron a los romanos y fueron un punto muy caliente en la Edad Media. Porque ahora el valle del río Agauntza es una comarca tranquila y un poco oculta, pero durante siglos fue punto de choque entre los reinos de Navarra y Castilla, debido a su carácter de pasillo estratégico entre las sierras de Aralar y Aizkorri, de paso que comunicaba el Goierri con la Burunda (y aún más: los puertos guipuzcoanos con la llanura navarra). De hecho, el nombre Ataun deriva de ate, puerta.

El castillo de Jentilbaratz vigilaba esa puerta, ese camino que recorría el valle y atravesaba la divisoria por la calzada de Bernoa. Cuando Gipuzkoa pasó a la órbita de la Corona castellana en el año 1200, el cronista Ximenez de Rada menciona el castillo de Athavit como uno de los que pasó a manos de Castilla. Ésa es la fortaleza que muchos situaban en el barrio de San Gregorio de Ataun y que Barandiarán descubrió en la cima de Jentilbaratz. Sin embargo, el castillo volvió a manos navarras en pocos años. Su función principal era la de controlar "la frontera de los malhechores": los ladrones de ganado y los asaltantes de caminos de un reino y de otro cruzaban constantemente la muga para sus ataques. En el año 1261 los alaveses y los guipuzcoanos (como súbditos castellanos) denunciaron que los castillos reales de Ataun, Ausa y Gorriti (en manos navarras) se empleaban como base para los asaltos. Según recogen Antton Arrieta y Sorne Matxiñena, autores del trabajo Euskal Herriko 101 gaztelu, una de las denuncias decía que los cuatreros navarros habían llevado 26 cerdos robados al castillo de Ataun y que allí se los habían zampado. Otras veces la relación entre los dos reinos funcionaba mejor: luchaban juntos contra los malhechores y hasta colaboraban en los asedios contra las casas torre de los señores feudales, para frenar sus abusos (entre otros, los todopoderosos Lazcano). Después de mil episodios de robos, incendios, saqueos y luchas, en 1378 los reyes navarros decidieron demoler el castillo de Ataun porque ya no lo consideraban valioso.

Esa es la última noticia de este bastión, hasta que Barandiarán apareció por allí medio milenio más tarde. Cuando excavaba en la cumbre, un paisano le contó que conocía dónde estaban enterrados los gentiles. Así empezó el etnógrafo a rescatar todo ese mundo de criaturas fascinantes que ahora, un día al año, salen de las cuevas y se presentan en Ataun.

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