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«Viajar en bicicleta es la mejor manera de experimentar el lugar por el que pasas»Lejos de etiquetas heroicas y con ánimo de trasladar su experiencia desde la capacidad de toda persona de afrontar el reto de subirse a ... la bicicleta y emprender una aventura de autosuficiencia por días o semanas, Igone Mariezkurrena (Pasai-Donibane, 1985) compartirá el viaje que comenzó en la primavera de 2022, durante un mes, por la región más remota y virgen de Europa. Una ruta de un mes por los fiordos noroccidentales de Islandia, un desafío «físico y psicológico», también reflexivo y en soledad, en el que tuvo que hacer frente a «las dificultades del terreno, la nieve, el frío y, sobre todo, el viento». Este será el tema principal, pero también habrá tiempo para relatar su reciente travesía por Lesoto, en esta charla que clausura las jornadas Amalur, a las 19.00 horas en el Topic.
– ¿Qué le empujó a descubrir los Westfjords?
– No era mi plan A, quería haber hecho las montañas del Pamir (Tayikistán), pero justo en ese momento la situación era un poco convulsa en la región. La alternativa que encontré fueron los Westfjords, me atrajo. Es como la última frontera de Europa, una región remota, muy poco explorada. Fue inspirador, aunque en la charla también mostraré las partes menos bonitas y los problemas de un cicloviaje. Precisamente, hacer frente a todo esto es lo que te enriquece y te hace crecer. Para mí, viajar en bici es la mejor manera de realmente vivir o experimentar en tu propia piel el lugar por el que pasas, generas mucha más empatía y cercanía que durmiendo en un hotel.
– ¿Cómo se preparó para esta aventura?
– Debes tener todo muy bien preparado, documentarte y tener un punto de inconsciencia. Si te pones a pensar en todos los miedos, al final no sales. Llevé mucha comida encima porque sabía que no iba a encontrar nada abierto, salvo gasolineras. Me preparé también mucho a nivel psicológico; me ayudó imaginarme cómo sería estar sola allí, que empiece a nevar o que haya nevado, montar la tienda o que caiga nieve durante la noche... para que cuando suceda no me pille de novata. Por la parte física, soy una persona activa, hago deporte regularmente. No tuve que prepararme mucho por esa parte. Aunque me gusta desmontar la figura de superhombres o supermujeres que se genera sobre estos relatos en redes sociales y defender que una persona, sin tener ni la mejor bici del mercado ni un físico formidable, puede perfectamente plantearse el reto de hacer un viaje en bicicleta y de autosuficiencia, siempre con un mínimo de rodaje.
– Adaptarse al tiempo cambiante de esta zona de Islandia no sería fácil...
– No, pero formaba parte del viaje, y para eso sí que iba muy mentalizada. De todas formas, aclimatarme a Islandia fue más a nivel psicológico, a comprender el entorno y el comportamiento del tiempo. Los primeros días me acuerdo de que el cielo, constantemente nublado, gris y oscuro, me generaba tensión, hasta que entendí que la amenaza de tormenta iba a ser mi compañera de viaje. Tuve que asumir que el frío iba a estar presente en todo momento, igual que el viento, que no cesaba y era muy agobiante. Son factores que asociamos a lo físico, pero que psicológicamente también minan mucho.
– ¿Se esperaba unas condiciones tan duras?
– Sí que hubo alguna jornada en la que no pude salir de la tienda o incluso un día entero o más de un día resguardada bajo un techo. Podía haber sido mucho peor, más duro, pero dentro de lo que cabe tuve bastante suerte.
– Durante un mes, kilómetros y kilómetros sola, conectada con la naturaleza. ¿Qué pensaba en esos momentos? ¿Hubo tiempo para la introspección?
– Sí, tuve tiempo para echar de menos y valorar todo lo que tenemos en casa, pero tuve la cabeza más ocupada en pensamientos mucho más prácticos, sin ser tan trascendentales ni abstractos. Estás en modo supervivencia para superar día a día. Cuando acabas el viaje es cuando empiezas a reposar todas las experiencias, todo lo vivido y quizás entonces empiezan ya los pensamientos más abstractos.
– Y tres años después de aquella travesía en bicicleta, ¿qué le ha aportado esta experiencia?
– Tengo muy presente el frío que pasé, todas las miserias, pero la recuerdo con una sonrisa, como una experiencia de autosuperación muy potente. Una herramienta muy importante para hacer frente al reto fue el humor, muchas veces me reía de mí misma, y el ingenio te lleva también a superar situaciones. Te vuelves un poco MacGyver.
– A pesar de que no haya muchos islandeses en esta zona, y menos durante la primavera, ¿cómo le recibieron?
– En la capital, Reikiavik, me dio la sensación de que están ya hartos de tanto turista, pero en los Westfjords la reacción solía ser de sorpresa por haber ido en primavera, ya que era pronto. Me avisaban de que podía nevar cualquier día o que hacía mucho frío todavía. Otro comentario que se repetía era que a los vascos nos identifican por nuestro pasado ballenero. Siempre sacaban también a conversación la anécdota de que en la región aprobaron una ley que permitía a los locales matar vascos, que no se derogó hasta 2015.
– ¿Alguna anécdota de la aventura o un recuerdo al que suela regresar?
– Los charcos calientes eran una gozada y fueron la base de mi higiene durante un mes. Una tarde encontré uno preparado para visitantes; por supuesto no había nadie más por allí. Tenía una pequeña chabola preparada para cambiarse y un váter. Y, milagro, había un radiador encendido además. Aquella noche la pasé allí. Monté el campamento, la esterilla, al lado del retrete, y pasé la noche más cálida del viaje. Otra anécdota es que los Westfjords están llenos de secaderos de bacalao y los lugareños siempre me decían que es la mejor barrita energética, pura proteína, que con aquello llegaría hasta el fin y más allá. Por no decir que no, compré algunas barritas de bacalao deshidratado; me pareció asqueroso. Me dejaron una peste en las alforjas para el resto del viaje.
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