Claveles en abril
Adiós a la mascarilla en interiores ·
A pesar de todas las dudas y cautelas, las vacaciones de Semana Santa y el fin de la obligatoriedad de la mascarilla han roto la espiral del fatalismoLa Semana Santa y las vacaciones han sido un bálsamo después de un invierno oscuro en el que no terminábamos de salir del túnel del ... Covid y ya se nos agolpaban nuevos problemas: con la inflación por las nubes, los precios del aceite de girasol o de las vainas en el supermercado encendían las alarmas y proyectaban titulares tenebrosos. Por si fuera poco, las imágenes de la guerra de Ucrania nos siguen llenando de espanto. El relato del presente se nos hace demasiado duro y eso, cada vez más, de forma inconsciente o explícita, provoca una sensación de rechazo colectivo.
El conflicto bélico encierra la peligrosa paradoja de terminar por aburrir a la sociedad europea a pesar de presentarnos todos los días un desayuno macabro de muerte y destrucción. Tenemos que acostumbrarnos a gestionar la realidad y a no rutinizar el horror. Pero no va a ser nada fácil.
Vivimos en una sociedad volátil en la que todo se hace y se deshace con una gran rapidez. Es el sino fugaz de los tiempos. Una versatilidad que nos hace flexibles y, a la vez, blandos. Solidarios, pero egoístas. Es una sociedad cada vez más compleja, pero al mismo tiempo, cada vez más infantil en algunas de sus respuestas. Es como si determinadas conductas vinieran recogidas en un código de simplismo a la carta. El impacto de las tragedias, e incluso los escándalos, duran cada vez menos, son como pompas de jabón que llegan, se amplifican, parece que van a derribar el mundo, luego decrecen y desaparecen con los días. El relativismo como ola cultural todo lo invade, como si fuera una costra de elefante, una muralla reactiva de autoprotección frente a la adversidad.
Lo instantáneo arrasa y no da tiempo para que las cosas reposen. Y cuando recapacitamos, ya hemos entrado en otro ciclo. Incluso la pandemia no ha cambiado ese ritmo frenético y acelerado. En este paisaje tan difuminado, el final de la obligatoriedad de las mascarillas es un alivio social que nos vuelve a permitir vernos las caras y que confirma la vuelta a la vieja normalidad, el fin de la excepcionalidad con la que hemos tenido que convivir. Pasamos la página, a pesar de todas las dudas y cautelas, a pesar de las recomendaciones responsables que recogen los informes de Osalan y de la evaluación de riesgos laborales, a pesar de toda la prevención del mundo, entramos en una nueva etapa y vamos superando fobias. «Poco a poco», dice el librero que me vende el periódico al justificar el uso por su parte de la mascarilla. Sabio consejo.
La bajada de la luz también ayuda a relajar los ánimos. Al menos ayuda a que todo no todo se vea negro. Bastantes problemas hay en la vida, corroboran en el café. Las vacaciones han roto la espiral del fatalismo, que es una gota malaya. Más allá de los efectos económicos cuantitativos todo esto tiene consecuencias psicológicas. La movilidad, el repunte del turismo, el consumo en la hostelería, hasta las procesiones, se inscriben en el cambio de paradigma... seamos prudentes, claro, pero no perdamos la perspectiva. Estamos saliendo del túnel y la primavera nos ayuda a volver a ilusionarnos, a pesar de que los últimos días estén pasados por agua. Necesitamos buenas noticias, porque somos seres empáticos, porque el disfrute de la vida forma parte de nuestro ADN y porque convertir nuestra existencia en un listado de obligaciones empieza a ser sencillamente insoportable. Claro que debemos ser responsables, y si algo hemos sacado de toda esta pesadilla es la importancia de los servicios públicos y de tener un sentido de la comunidad. Pero ahora que parece que la ola de riesgo real ha pasado, sepamos también atender y entender los efectos de esta pesadilla. No nos ha hecho más fuertes y ha demostrado los flancos débiles de una sociedad del primer mundo, con sus caprichos, miedos, ansiedades y contradicciones a flor de piel, y también, con su ansia de vivir. Esta sí es que la otra 'revolución' del 25 de abril. Nos quitamos las mascarillas y los claveles portugueses los vamos a empezar a llevar en nuestras bocas como si soplásemos burbujas para reivindicar el derecho a ser, simplemente, más felices. Así sea.
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