Alta fue la caída
Postrado en el suelo de un bar, sin que nadie se dignara a ayudarme, recordé la época en la que todas las televisiones y radios se peleaban por conocer mi opinión
Entré en el bar, me tropecé con un taburete y me desplomé sobre media ración de tortilla que alguien había dejado caer descuidadamente. ¿Quién ha ... puesto ese taburete? ¿Qué es? ¿De dónde sale? ¿Para qué sirve?, me pregunté desde el suelo repleto de huesos de aceitunas y pieles de gambas mientras observaba asombrado a la multitud que se agolpaba frente a la barra en un vano intento de captar la atención de los camareros. Nadie hizo amago de ayudarme.
Me sentí un cero a la izquierda, una nada, el palillo desechado de una gilda, la rodaja de limón de un vermú. Era como si hubiera vuelto a los tiempos de antaño, cuando solo era Evaristo, un simple mindundi de los que siempre pasan por ahí y nadie se queda con su cara. Con lo que yo he sido.
Me llamaban Don Evaristo Acebedo y era uno de los más prestigiosos expertos del país en pandemias, virus y cosas así. Yo en realidad había estudiado primero de Periodismo, pero después de varios años me aburrí. Aunque incompleta, mi formación me dio las bases intelectuales desde donde cimenté mi salto al estrellato. Eso, y mi labia, porque saber no sabría, pero hablar, hablaría.
Empecé opinando sobre el virus cuando todavía no había salido de China. A quien quisiera prestarme oídos yo le repetía que aquello no era más que una gripe y que jamás llegaría aquí. Lo decía con tanta gracia y salero, con tal convencimiento y apostura, que quienes me escuchaban siempre me acababan invitando a un carajillo. Así fue como, entre sorbito y sorbito, mi fama fue creciendo y hasta venían a oírme catedráticos de provincias. Por supuesto, acabé dando el salto a la tele y me convertí en tertuliano.
«'No, Antonio, no. A la ciencia no se le puede silenciar', respondí. El Ferreras se quedó un tanto descolocado»
Recuerdo mi primer día. Era en 'Al rojo vivo' y yo estaba un tanto cohibido ante personalidades tan eximias como Inda o Marhuenda, por no hablar del Ferreras, tan de negro que daban ganas de pedirle la absolución. El programa avanzaba sin que yo hubiera dicho ni mu. Ya me veía en la calle. Tenía que hacer algo y pronto. «Quiero decir una cosa», espeté sin previo aviso ni carraspeo alguno. «Luego te doy la palabra, tenemos una noticia de alcance», me cortó el Ferreras. «No, Antonio, no. A la ciencia no se le puede silenciar», respondí. El interfecto, un tanto descolocado, apoyó un codo en la mesa, me miró con ojos entornados y me dijo: «Adelante». Fue mi momento de gloria.
«El virus no es más que una entelequia epistemológica», sentencié. Me quedé callado como si hubiera apretado el botón nuclear por un tonto descuido y se hizo el silencio en el plató. Yo no tenía ni idea de lo que había soltado, ni siquiera sabía si las entelequias eran mamíferos o animales, pero estaba seguro de que los demás tampoco. Nadie se atrevió a rebatirme por miedo a que hubiera dicho algo con sentido, así que optaron por mirarme como si fuera una autoridad en la materia y asintieron.
«'Don Evaristo, ¿qué podemos hacer?', me preguntaba el lehendakari de madrugada»
Fue de esta manera como me convertí en experto de guardia. Aparecí en los debates de todas las cadenas televisivas y me llamaban las radios para que diera mi parecer. Las mascarillas son perjudiciales, las mascarillas tienen que ser obligatorias, las mascarillas han venido para quedarse, pontificaba según el momento y la emisora. Me nombraron asesor de varios gobiernos y ahora puedo decir, porque ya no existe, que asesoré en la sombra al mismísimo LABI. «Don Evaristo, ¿qué podemos hacer? Si es que nadie nos hace caso», me preguntaba el lehendakari por WhatsApp de madrugada. «Mira, Iñigo, tú diles que son de lo mejor que ha parido nación alguna y que se porten bien», le aconsejaba.
Desperté de mi ensimismamiento cuando alguien me lanzó una cabeza de gamba. Ni siquiera me miró. Desde que acabó la pandemia todos se han olvidado de mí, con lo que he hecho por ellos. Ahora que están de moda los volcanes y la luz, ya nadie me llama. Evaristo, me dije, levántate y anda. Llegué a casa cabizbajo, hecho un don nadie. Me miré al espejo para ver si seguía existiendo y me fijé en el trozo de tortilla que llevaba pegado en la camisa. Me lo comí de un bocado. Estaba rancio pero llenaba. «Al menos algo he sacado de todo esto», me dije.
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