Mis niñas, (tengo seis sobrinas aunque tres viven fuera y no veo a ninguna todo lo que quisiera y todo lo que necesito) montaron en ... el autobús con sus mascarillas moradas. Unas con más adornos que otras, todas ellas convencidas de sus reivindicaciones feministas, todas con corazones morados en sus mensajes de wasap que mandaron al resto de la familia en el Día Internacional de la Mujer. Todas se desplazaron a donde fuera en autobús. Porque dicen que les han dicho que son seguros, que allí no se contagia el virus innombrable que ha cubierto todo con la tristeza que genera. Más allá de su espíritu combativo a favor de la igualdad, no parecen haber reparado que esa aparente seguridad se limita a que los viajeros lleven mascarillas, se pelen de frío con las ventanillas abiertas en un gélido invierno y que a nadie se le haya ocurrido colocar un dispensador de gel hidroalcólico en algún rincón del vehículo a pesar de que hay muchas cosas para tocar cuando uno se monta en el bus. Es cierto que los conductores van protegidos con mamparas, ¡faltaba más!, pero también que no se regula distancia de seguridad entre los viajeros y que estos pueden sentarse junto a personas a las que nunca ha visto. La cosa se complica si el viaje dura más de una sesenta minutos o en las horas punta. ¿Seguros?
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