La jueza lenguaraz
Apartar a un juez de un procedimiento, por su eventual contaminación en el mismo, constituye una de las decisiones corporativas más delicadas a las que se enfrenta la Magistratura. Especialmente si el magistrado señalado no opta por abstenerse él mismo de las actuaciones para no acabar pervirtiéndolas por supuesta parcialidad. No hay seguramente carga más pesada contra un togado que que se cuestione su independencia a la hora de decidir sobre los hechos que se encausan. Y pocos trances resultan más incómodos para los miembros de un tribunal que tener que decidir si alejan de una causa a uno de sus colegas porque penda sobre él la insidiosa sospecha de no ser imparcial. El artículo 117.1 de la Constitución consagra, como columna vertebral del Estado de Derecho, que los jueces han de ser «independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la Ley». La magistrada de la Audiencia Nacional Ángela Murillo había dado muestras inquietantes de una locuacidad contraproducente para el rango de su función para cuando Arnaldo Otegi, Sonia Jacinto, Arkaitz Rodríguez, Miren Zabaleta y Rafa Díez se sentaron en el banquillo por el caso Bateragune. El hoy líder de EH Bildu recusó a la jueza , ésta se aferró al sumario y la llamada Sala del 69 de la Audiencia, encargada de evaluar la solicitud de las defensas, se inclinó por mantenerla en el tribunal sentenciador. Dos errores que ya lo parecían en su momento y que ahora ha ratificado Estrasburgo casi de la peor manera posible para los intereses del Estado español. La peor habría sido tener que repetir el juicio, algo que ya tuvo que hacer hace siete años la Audiencia con una acusación anterior contra Otegi porque el Supremo apreció que la magistrada Murillo guardaba «prejuicios» hacia el imputado.
En aquella causa, que está en el origen del veredicto que ha hecho público hoy el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, el dirigente de la izquierda abertzale estaba encausado por un presunto delito de enaltecimiento del terrorismo en un homenaje a un preso de ETA. Este es el diálogo que conserva la hemeroteca del cruce de pareceres que mantuvieron en la vista oral Murillo y Otegi:
-Usted es libre de contestar, pero yo quiero preguntarle: ¿condena rotundamente la violencia de ETA?
-No voy a contestar.
-No va a contestar, ¿verdad? Yo ya lo sabía.
Esa lenguaraz coletilla le costó a la magistrada una desautorización fulminante por parte del Supremo, que anuló todo el juicio, dejó la condena sin efecto, remitió de vuelta todas las diligencias a la Audiencia y ordenó repetir el encausamiento. Lejos de enmendarse, Murillo le espetó meses después, y en plena sesión, un sonoro «¡Y encima se ríen los cabrones!» al exjefe militar de ETA Javier García Gaztelu, 'Txapote'. Los jueces, como cualquiera de sus conciudadanos, son humanos; y decenas de ellos han vivido durante décadas bajo la intolerable amenaza de los integrantes de la organización terrorista y de quienes les coreaban, a buena parte de los cuales han tenido frente a frente en las instrucciones y juicios celebrados en la Audiencia Nacional. Pero lo personal se convierte en prejuicio en la sala de vistas; y el prejuicio, como su nombre indica, es incompatible con la responsabilidad que asumen magistrados y fiscales. Ángela Murillo debería haberse apartado del caso Bateragune por el bien del procedimiento. Y los mecanismos de revisión tendrían que haber operado para evitar una condena de Estrasburgo que resultaba del todo posible y que representa un baldón para el conjunto de jueces que mantuvieron los nervios y la lengua en su sitio cuando el terror pintaba bastos.