Los graves incidentes en Vitoria el domingo ante un acto de la Falange descubren que, pese a pasar la página de ETA en 2011, las ... actitudes violentas e intimidatorias no han desaparecido del todo de nuestros genes y rebrotan en ciertas coyunturas. Vivimos ahora un contexto 'caliente' en el que el auge de la extrema derecha empieza a tocar una fibra que hay que gestionar desde la democracia, no desde el odio ni el resentimiento. El envalentonamiento ultraderechista es un fenómeno sociológico y generacional que interpela a cualquier demócrata. El intento de legitimación del franquismo a muchos nos alarma. El relato ultra que exculpa la dictadura de Franco es un disparate que pone los pelos de punta a cualquiera.
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Que, sobre este telón de fondo, al PNV le interese polarizar con Bildu parece evidente. Pero que exista un interés táctico no resta gravedad al fondo del asunto. Si el antifascismo termina por inspirarse también en el lenguaje de la exclusión del otro, al que estigmatiza, corremos el peligro de meternos en el bucle infinitivo de la espiral acción-reacción. El uso del fascismo como insulto se ha devaluado por saturación. En el universo radical desgajado de la izquierda abertzale existe un conglomerado de organismos y siglas que desbordan por completo a EH Bildu y a Sortu y que ahora se envuelven en la bandera del antifascismo como un señuelo rentable para conectar con los más jóvenes. Si usan la violencia para acosar a los demás, caen en la misma estrategia que dicen denunciar.
El problema es ideológico, de fragilidad de valores democráticos. Cuando determinadas palabras circulan a toda velocidad y sin frenos, son veneno para demagogos sin escrúpulos que incitan a convertir las palabras en puños. En un libro sobre la intransigencia retórica que dinamitó el proyecto de la IIRepública se advierte del riesgo de banalizar las palabras que criminalizan al 'otro': la convivencia se hunde cuando los más extremistas instalan su marco mental.
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