Donald Trump parece haber logrado que le rindan vasallaje aquellos a quienes con acierto Javier Echeverría denominó en su momento 'Señores del Aire', prefiriendo llamarlos ... ahora 'Señores de las Nubes y de las Redes'. Estos no son otros que los adalides del tecno-neo-feudalismo. Lo hacen por la cuenta que les trae, obviamente, al modo en que los antiguos paladines buscaban la protección del rey, cotejándolo por detentar un poder mayor. Si alguna de sus corporaciones recibe alguna penalización por infringir la legislación del país en que operan, como ha sucedido recientemente con Google por parte de la Unión Europea, Trump amenaza con subidas arancelarias para que se condonen esas infracciones, como si su mandato le habilitase para neutralizar las leyes vigentes en otros lugares, al igual que gusta hacer con las de su propio feudo, saltándose a la torera lo que puedan dictaminar jueces o gobernadores que no coincidan con sus caprichosos criterios.
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Hasta los demócratas de siempre, como Bill Gates, han aceptado rendirle pleitesía públicamente y solo se ausenta su antiguo campeón, Elon Musk, quien por cierto acaba de ser desbancado del podio y no es ya el hombre más rico del planeta por una inopinada pirueta de las cotizaciones bursátiles. Incluso Ursula von der Leyen se plegó a sus demandas, como presidenta de la Comisión Europea, pensando evitar males mayores con esa obediencia digna de mejor causa. Huelga mencionar la rastrera sumisión que le profesa el Secretario General de la OTAN, al que no le duelen prendas en declararse un lacayo postrado a sus pies. Así las cosas, es lógico que a Trump le moleste sobremanera la insumisión de algunos respondones como el presidente del Gobierno español, empeñado en defender su propio criterio en la cotización de la OTAN o el reconocimiento del Estado palestino. Esa desobediencia solivianta su carácter irascible y suscita graves amenazas de represalia.
Sin embargo, el paradójico aspirante al Premio Nobel de la Paz no consigue que los homólogos a quienes tiene por amigos le hagan mucho caso. Netanyahu se lo ha llevado al huerto, presentándole un exterminio masivo como una gran ocasión para hacer lucrativos negocios inmobiliarios en la franja de Gaza, una vez que se hayan ido a otra parte o al otro barrio sus actuales moradores. A Trump le disgusta que los niños gazatíes mueran de hambre, pero no deja de aprovisionar con armamento al primer ministro israelí y suscribe su presunto derecho a defenderse, aunque la comunidad internacional denuncie un genocidio que a este paso podría homologarse con el holocausto perpetrado por los nazis, en lo tocante a su crueldad con una población civil acorralada entre los escombros.
Por otra parte, Putin se deja querer en Alaska, donde Trump lo recibe con todos los honores, pese a estar perseguido por una Corte Penal Internacional que ninguno de los dos reconoce. Son varias las veces en que se han procrastinado reuniones para poner fin a la guerra con Ucrania y, para colmo, el inquilino del Kremlin estrecha lazos con Pekín, para demostrar que caben alianzas alternativas capaces de poner en jaque a la presunta hegemonía mundial estadounidense. La Casa Blanca ha pisado muchos callos en los últimos meses y no ha hecho nuevos amigos. Es lo que pasa cuando la diplomacia se ve sustituida por las constantes amenazas.
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Netanyahu ordena matar a los negociadores de Hamás por ser asesinos, mostrando una curiosa manera de querer negociar una paz duradera o un simple armisticio. Por su lado, Putin sigue intensificando sus ataques para ganar más territorios por medio de una guerra que parece interminable y se permite violar el espacio aéreo polaco, para ver cómo responden los aliados que dicen defender a Ucrania por ser el país agredido. Se diría que Trump no es capaz de imponer su criterio para neutralizar tales conflictos bélico, aunque para ello, claro está, debería comenzar por tener una postura que no cambiase veleidosamente a cada paso, afirmando una tesis y la contraria sin solución de continuidad.
Lo peor es que muy probablemente a Trump no le importe demasiado ver socavada su influencia en la esfera internacional, siempre y cuando esa circunstancia no perjudique a su bolsillo particular o eventualmente pueda brindarle una inesperada rentabilidad pecuniaria, como corresponde a un plutócrata de manual, interesado únicamente por incrementar su propio patrimonio y el de su entorno. Cosas tales como el bienestar social o los derechos humanos quedan relegados a un segundo plano en cuanto haya una posible ganancia que incremente sus finanzas particulares.
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