Era una niña como tantas otras: jugaba, reía, soñaba. Y, como tantos, escuchaba palabras lanzadas como piedras (lesbiana, gorda...), palabras que deberían avergonzarnos. ¿Por qué ... se usan como si fueran insultos? Porque lo hemos aprendido. Crecemos oyendo burlas y prejuicios disfrazados de opinión que, de tanto repetirse, se vuelven odio. «Que le den por...», «mariconadas». Expresiones que todo el mundo dice, pero que hieren. A veces basta con un «era una broma» para restarle importancia a un daño ya hecho. Ese odio nace en casa, en colegios, en pantallas y en las conversaciones diarias. Brota cuando alguien dice que «ser gay es pecado» y cree que no pasa nada. Incluso la Iglesia excluye a quienes no encajan y cuesta entender que una institución que predica amor margina a parte de la sociedad. Luego, llegan las tragedias, los 'nunca más', y seguimos sin mirar. Muchos no odian, solo temen no pertenecer. Se ha desvirtuado la libertad de expresión: se usa para justificar la crueldad, no para defender la verdad. No naces cruel. Lo aprendes. Y la responsabilidad es nuestra.
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