En un parque de Jaca, un corrillo de viejos intentaba aclarar los nombres de dos hermanos: Nicolás y Juan. «¿Nicolás no era el de la carnicería?». «No, Nicolás es el que vive». Como yo era un chaval, solo entonces caí en la cuenta de que muchas personas existen pero solo algunas están vivas. Ser «el que vive» es una característica, una cualidad cada vez más rara entre los amigos. Desde entonces observo cómo nos relacionamos con aquellos que, ejem, ya no vienen por el parque.
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En los islotes coralinos del Caribe panameño, treinta mil indígenas gunas viven tan apretados que deben navegar a diario hasta el continente: a cultivar campos, a tomar agua de los ríos y a sepultar a los muertos recientes, que van en las chalupas, entre sacos y bidones, bien envueltos en hamacas. En Venecia es al revés. Pasé tres días con mi madre en un apartamento y merendábamos en el balcón que daba a un canal modesto: entre cervezas, queso y cacahuetes, saludábamos a las lanchas grises de las funerarias, que salían con los ataúdes amarrados en cubierta hacia la isla-cementerio de San Michele. En Groenlandia las cruces del camposanto no tienen nombres. Cuando muere alguien, su nombre pasará al siguiente recién nacido, y mientras tanto nadie lo pronunciará. En Chernóbil, un soldado que trabajó en la extinción de la catástrofe nos habló de compañeros radiactivos a los que enterraron en ataúdes de plomo.
Mi favorito es Potosí. En el día de Todos los Santos, preparan altares caseros con flores, velas, frutas, bizcochos con la forma de los difuntos y escaleras de pan para que bajen las almas. «Estos días aparecen unos insectos que el resto del año no se ven: son las almitas, que vienen a visitarnos», me dijeron. «Vos hoy no mates a ningún mosquito, alguno puede ser la tía Luisa».
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