En la década de los ochenta, casi todos los salones tenían unos muebles enormes. Eran de madera oscura -ahora nos hemos abrazado a los colores ... blancos- y solían esconder algo tan poco 'healthy' como un mueble-bar. En sus cajones se guardaban las letras de la lavadora o de la nevera, los boletines de notas de la escuela u objetos tan 'gore' como las pinzas con las que se cortaban los cordones umbilicales de los recién nacidos. Cintas de vídeo, juegos de mesa, costureros, enciclopedias, todo cabía en aquellos armatostes barrocos, adornados además con televisores en miniatura recuerdo de Torremolinos o con cestas de cerámica llenas de peladillas que conmemoraban la primera comunión de algún vecino.
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Aquellos muebles robustos representaban la tenacidad de quienes, batalla tras batalla, lograron sacar adelante a mi generación. Serán unos muebles muy feos, no voy a discutirlo, pero dan ganas de cuadrarse ante ellos cuando se los llevan los de las empresas de mudanzas.
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