Si alguien le preguntara si se considera racista, seguro que respondería con un no tajante. Pero si pusiera su cerebro en el interior de un ... aparato de resonancia magnética funcional y se analizara el patrón de actividad al presentarle caras de personas de otra raza, hay un 75% de posibilidades de que las neuronas de su amígdala se activaran en menos de una décima de segundo. Este núcleo es el epicentro del miedo, la ansiedad y la agresividad. Es decir, de un modo automático reaccionamos con miedo o ansiedad al ver un rostro de alguien de una raza distinta y la rechazamos. Deprimente, pero cierto. Por fortuna, segundos después se activa otra parte del cerebro, la corteza prefrontal, y frena la actividad amigdalar. Es la voz racional que dice: «No pienses de ese modo. No es lo correcto y tú no eres así». Si uno es un racista convencido, la corteza prefrontal no entra en acción. Estos hallazgos se repiten estudio tras estudio y llevan a concluir que somos «racistas bajo control». El mismo patrón de actividad cerebral sucede con la xenofobia, la aporofobia o la homofobia, por lo que cabría considerarlo como el biomarcador cerebral de la intolerancia y del odio.
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La convivencia con personas de otra raza y condición potencia el mecanismo de control prefrontal que acaba siendo muy efectivo y casi automático. No obstante, este sistema debe estar siempre alerta y bien engrasado porque puede desequilibrase. Es lo que sucede cuando situaciones gobernadas por las emociones, como un partido de fútbol, pasan a tomar el control. Esto explica las execrables situaciones que soportan Vinicius y otros futbolistas negros y que han llevado al mágico delantero brasileño a ser el abanderado contra el racismo. ¿Cómo se cura? Es complicado porque el racismo obedece a un mecanismo innato, insertado en el cerebro desde tiempos ancestrales: tememos al diferente, prejuzgamos y lo catalogamos como un enemigo que puede poner en riesgo nuestra supervivencia y la de miembros del grupo al que pertenecemos. El racismo es un síntoma de los atajos que toma el cerebro para que vivamos instalados en un mundo simple de dicotomías 'nosotros-ellos' y 'buenos malos'. Es la victoria de la simpleza frente a la complejidad. La cura solo es posible con educación. Y el alivio, con el castigo ejemplarizante a quienes protagonizan estas conductas.
La periodista Y Veiga metía el dedo en la llaga con un par de preguntas que avergüenzan a quien le gusta el fútbol: «¿Por qué nos embrutece el fútbol?, y ¿por qué mi padre, que es muy tranquilo, va al campo y empieza a llamar hijo de puta a un jugador o al árbitro?». Y ponía la respuesta en boca del sociólogo J Tovar: «Porque allí está legitimado que vayas a liberarte. En el circo romano el público disfrutaba viendo salvajadas y el fútbol arrastra ese vestigio. Durante el partido se relajan las normas sociales y lo que no está permitido fuera del campo, allí sí está aceptado». Por suerte, son muchos más los que acuden a un estadio a divertirse con pasión pacífica.
Hay que meditar. El fútbol transmite numerosos valores y es un motor económico, pero todo se va al garete con esos brotes violentos, con insultos racistas y homófobos, peleas navajeras y algaradas callejeras destructivas. Se requiere un gran esfuerzo para canalizar las emociones hacia objetivos positivos y controlar los efectos colaterales con altas dosis de racionalidad.
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