Tambores de guerra
No es mudo el miedo, sino que habla todas las lenguas que existen, por eso se le entiende perfectamente
Alomos del miedo cabalga sin tregua el mundo, desde la remota Alaska hasta la ajena Honolulú. Dicen que siempre ha sido así, que el miedo, ... desde su más tierna infancia, aprendió el arte de la equitación, no el de la equidistancia, sin montura ni apaños, sin freno ni siquiera estribos. Más tarde fue perfeccionando su ejercicio, pasando del leve y tranquilo trote al agitado y nervioso galope, caballo cuatralbo, jinete del alba, que la tierra es suya, del espanto y del pavor. Sin descanso, resuena su son, sobre la tierra seca y amarga, sobre las negras piedras que el tiempo, la desidia y el clima adverso amontonaron en las encrucijadas y en las lindes, sobre la arena del desierto, que despierta impávido ante su avance, sobre los vados desnudos, sobre los puentes alzados, saltando por encima de ríos caudalosos, pendientes escarpadas y lagos plácidos y solitarios.
El miedo nunca ha sido libre, ni nadie ha estado libre del miedo, sino totalmente a su merced, señor del tiempo y también de las estaciones, guarda de las cosechas amplias y de las vides, testigo de las fatigas innumerables que el trabajo y la necesidad acarrean consigo, siempre, desde que sustituyó a la razón, y diría que al corazón. No es mudo el miedo, sino que habla todas las lenguas que existen, por eso se le entiende perfectamente, aunque su discurso sea simple y, a veces, áspero. Habla de las carencias próximas, de las desgracias inevitables, de los dolores sin consuelo, de traumas y pesadillas. Habla del futuro, pero parece que hablara del pasado, de aquello que sucedió y aún no se ha podido olvidar ni arrinconar en algún desván infecto, porque hay acontecimientos que no prescriben, al menos en los archivos de la memoria, donde deambulan junto a sombras inconscientes y fantasmas locales.
Nos enseñaron, cuando niños, en los cursos de la catequesis, cuáles eran los pecados capitales y cuáles sus contrarios: contra soberbia humildad, etc. Nunca fuimos soberbios, ni humildes, pero no enseñaron qué era el miedo ni para qué servía, quizás porque era tan evidente en aquel ambiente, que se respiraba igual que el sabor rancio de la inquina y de la intimidación, de la vergüenza y de la humillación. Nos enseñaron también las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. La fe mueve montañas, decían. La caridad empieza con uno mismo, afirmaban. La esperanza es el antídoto eficaz y probado contra el miedo, sentenciaban.
Sucede que, ahora, el miedo lo sabe.
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