Pureza
Hay pocos actos tan perversos como fingir una bondad de la que se carece para obtener un interés no demasiado bueno, pero altamente deseado
Estos días de julio el sol expande su claridad. Va trazando, desde que asoma, con tinta roja los contornos, como cualquiera de los pintores que ... abundan en las localidades costeras. Se le ve venir lento, cadencioso, rítmico, a paso de baile, como si fuera a una fiesta de luces y colores, a una fiesta de las de antes, con poco que ocultar y mucho que mostrar. Del rojo oscuro pasará luego al rojo claro y luego al desvaído, porque todo se descolora y pierde además su intensidad y brillo. En las mañanas, el sol se levanta gallardo y dispuesto a realizar su ronda diurna por el cielo, no más allá. Es un anuncio de que el día puede traer y regalar bondades a quien los necesite.
La bondad existe, pero hay que saber ejercerla. No vale ya la bondad bondadosa, que es exagerada y, por tanto, inalcanzable, digna de santos; ni la bondad empalagosa, que, por el rastro dulce que va dejando a su paso, se sabe de antemano que es interesada; ni la bondad blanda, que se cae de las manos y aunque sea pisada por perros, gatos y patines, sigue teniendo la misma e inútil consistencia. Bondad no es blandenguería, aunque a veces se confundan. La blandenguería es una bondad de economato. Hay pocos actos tan perversos como fingir una bondad de la que se carece para obtener un interés no demasiado bueno, pero altamente deseado. Existe una bondad que no sabe que es tan buena como el pan y el vino, y mucho menos por qué. Hay quien busca la bondad pura, exenta de defectos, tachas y nefastas adherencias. Pero reconocer la existencia de la bondad pura sería reconocer también la existencia de la maldad pura, el puro mal. El malvado es capaz de actuar alguna vez con bondad; y el bondadoso, de cometer maldades. Basta con que sea una para que su bondad no sea pura.
Al atardecer el sol va dibujando con el pincel violeta las líneas de horizonte. Hasta el mar se impregna de ese color, a la línea de arena llegan los reflejos. En el paseo marítimo unos niños pintan en el suelo con tizas de colores: azul sobre blanco, amarillo sobre marrón, negro sobre rojo, violeta sobre verde. No se enfadan porque cada cual tiene donde plasmar lo que su imaginación quiere. Juegan ajenos al rumor de las olas golpeando suavemente la orilla, ajenos a los pasos cortos de los caminantes y de las bandas de música que van tocando habaneras, con ese deje triste de quien sabe que lo perdido es difícil de recuperar, que quien marchó puede que no regrese jamás. Nostalgia convertida en azúcar.
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