Cucaña
Imagino los veranos sin nada que hacer, rumiando pensamientos inicuos, mientras los instantes van avanzando en la cucaña cubierta de brea del tiempo
Pocas imágenes recuerdan lo que significa el verano con tanta precisión como una cucaña. Era en principio una larga vara que se plantaba en medio ... de la plaza durante las fiestas, debidamente engrasada, y en cuyo extremo se colocaba un premio, en forma de comida, o un regalo, que sirviera como recuerdo de la proeza. Hay muchas clases de cucañas, tienen relación con la forma y manera de celebrar que tiene cada localidad sus días entrañables. En los pueblos costeros las cucañas están suspendidas sobre el agua del mar, quien caiga lo hará de forma ruidosa, un chapoteo de ola líquida. En algunos lugares que carecen de mar, en la plaza mayor, de formas geométricas, compite con el rollo donde en tiempos no tan lejanos se mostraban los restos de los ajusticiados, para pesar de muchos y deleite de algunos.
Hay algo morboso en la contemplación del juego de la cucaña. Hombres y mujeres se lanzan, apresuradamente, sobre la superficie rugosa del tronco, se afanan e intenta llegar al final y llevarse de ese modo la gloria del momento. Pocos lo consiguen. Muchos son los llamados, no tantos, los escogidos. Hace falta algo más que fuerza y agilidad, hacen falta habilidad y práctica. Consiguen su propósito, normalmente, los cautos, aquellos que entran a la competición tranquilos, caminan despacio, midiendo sus pasos; no tanto, los que, nerviosos y exaltados, saltan a la carrera y se abalanzan hacia la meta. Como en la vida, vence quien persevera, quien ensaya y se expone, quien estudia las posibilidades y, de todas ellas, escoge la más conveniente.
Y pensar que en los cuentos infantiles de antaño había un lugar llamado 'el país de la Cucaña', donde los ríos llevaban leche y miel, las montañas eran de azúcar y chocolate, los árboles frondosos y gigantescos daban como frutos jamones y perniles, morcillas y longanizas, con las que ataban a los canes. Son historias de la época del hambre. Los pobres tenían que ganarse la comida y, de paso, divertir a los nobles, que poseían todo lo imaginable. Luchaban entre sí por las migajas, pero aquellos restos de comida bien podían saciar el hambre de familias enteras durante algunas jornadas. Luego se le llamó el 'país de Jauja': vida regalada.
Así me imagino los veranos, sin nada trascendente que hacer, sumidos en la levedad más absoluta, rumiando pensamientos inicuos, un tanto banales, mientras los instantes van avanzando en la cucaña cubierta de brea del tiempo, sin prisa alguna.
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