Conversé con un joven que se encuentra a la izquierda de la izquierda abertzale. Amable y encantador. No mencionamos siglas en ningún momento, pero, sin ... citarlas, creí suponer la organización en la que militaba. Fue su padre quien nos convocaba, preocupado por su futuro, y quien nos dejó a solas. Comienzo el encuentro agradeciendo al joven la oportunidad que me da de escucharle. Me consta que se encuentra en la lista de atención de la Ertzaintza y que ya ha sido detenido alguna vez.
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Le pregunto porqué está dónde está y porqué milita donde milita, y me responde diciendo que la ikurriña, los símbolos y las instituciones actuales le dicen poco, o más bien nada. Es más, lo primero que me confiesa son dos cosas: la distancia total a la que se encuentra de la política oficial y el pasotismo que advierte entre la juventud de la que forma parte. Y se rebela contra ello. Quiere ser protagonista.
El joven sigue hablando y trato de intervenir en la conversación. Inútilmente. No escucha nada. Advierto que lo que trato de mostrarle, que no son sino datos y dudas a propósito de lo que me está diciendo, no sirven de nada. Él continúa, entusiasmado, con su discurso. Un discurso más antiguo aún que el que yo utilizaba cuando tenía su edad. Si me hubiera dado la oportunidad, bien podría tomarle la palabra y continuar hablando por él.
¿Para qué seguir?, me digo. Hago como que escucho, incluso tomo notas, pero noto que, a la par que me aburro, de repente, una imagen se apodera de mí.
Recuerdo a un joven ingeniero guipuzcoano que, sin contar con nada ni con nadie, en el año 1961, formando parte de una organización de la que él había sido nombrado responsable del grupo de acción, aprovechando sus conocimientos, trató de descarrilar un tren repleto de excombatientes que venían a San Sebastián a celebrar la sublevación del 18 de julio de 1936.
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Ese joven, poco tiempo atrás, se había enfrentado, junto a los suyos, con la organización tradicional aduciendo que sus miembros caían en manos de la policía por no guardar las mínimas normas de seguridad. Había que trabajar 'seriamente', repetían. La organización tradicional hizo lo posible para retenerles durante un tiempo, pero, viendo que no había manera de reconducir la situación, optó por dejar que marcharan y caminaran por su cuenta.
Fruto de la aventura del tren, cayó en manos de la policía absolutamente toda la nueva organización y los que no fueron detenidos tuvieron que traspasar la frontera. Un fracaso total. Los detenidos fueron torturados y sufrieron fuertes penas de prisión. Convertidos en víctimas, lograron la solidaridad de parte de la sociedad y el inicio así de una nueva historia de todos conocida.
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Un hombre, y dos o tres más alrededor suyo, decidieron por los demás, iniciando aquella vorágine de la 'acción-represión-acción', con las consecuencias de todos conocidas.
Un vástago suyo, años más tarde, tomando parte en la misma organización que su padre, ante el fracaso de lo acontecido, intentó, por todo remedio, extender aún más el sufrimiento, pensando que, de este modo, podría forzar la solución que proponían, que, a estas alturas de la historia, ya no estaba claro ni cuál era. Lejos de obtener nada, terminó en la cárcel. Más tarde escribió un libro en el que nos mostraba que la historia de este país empezaba con el atentado de su padre. Él no hacía sino continuar; a la pregunta de si tanto sufrimiento había merecido la pena, respondía que no podía contestar porque corría el riesgo de ser nuevamente detenido y castigado.
Dicen que al vástago siguió otro.
En un momento determinado, me volví hacia el joven que tenía delante de mí y me pregunté cómo acabaría. Si solo fuera hablar entre ellos, leer determinados libros y manifestarse en la calle... Pero te radicalizas, compruebas que no obtienes nada de nada y surge la llamada del abismo. Hay un gen, o mejor, un dragón que, en ocasiones, no se sabe bien cómo, se enciende en nosotros. La violencia es la alternativa mágica de la persona primitiva: es pensar que tiro de la alfombra y que, al caer, los muebles quedan en el mismo sitio. Pero no es verdad: todos los muebles y platos han quedado esparcidos y rotos. Una vez dado el paso, todo camina, imparable, cuesta abajo. Es fácil comenzar; acabar, ya no tanto.
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Quiero creer que ni ese joven ni los suyos darán el paso. Pero lo que me llama la atención es que no podamos conversar y aprender unos de otros. ¿No hay manera de transmitirnos experiencia alguna? ¿Estamos condenados a sufrir y hacernos sufrir eternamente?
Pasado un tiempo, vi pasar una manifestación contra el 'fascismo' que atacaba y situaba al mismo nivel a Abascal, Ursula Von der Leyen y Zelensky. No había retrato alguno de Putin.
En el mejor de los casos, pensaba yo al escucharle: ¡cuánto tiempo perdido!, dirá de sí mismo ese joven el día de mañana. Tiempo perdido por él ahora y por los demás luego, al tratar, ingenuamente, de apagar ese dragón que todos llevamos dentro.
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