Lo que durante todo el año es un constante sirimiri en verano se convierte en un diluvio. La sucesión de celebridades, artistas o influencers que ... acaban pasando por Donostia de la mano de su programación cultural o de su oferta gastronómica se traduce en un aluvión de elogios a la belleza de la ciudad. Súmese a esto la exposición constante que supone figurar en los listados de los diez mejores de lo que sea.
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Demasiada presión. Hasta a los actores y actrices más deslumbrantes se les admite algún otro talento. En el caso de San Sebastián se nos cosifica, omitiendo cualquier referencia a nuestra rica vida interior. Ni siquiera la abigarrada oferta cultural veraniega impide que sólo vean en nosotros un cuerpo deseable, valga el símil.
«Me gustaría que vieseis lo que estoy viendo yo (...) Estamos enamorados de esta ciudad», dijo Jamie Cullum el miércoles desde el escenario de La Zurriola. Cullum nos ve, pero desde lejos, así que es difícil que nos oiga. Si además de mirar, pudiera escuchar se quedaría de piedra: que si la ciudad vive su decadencia, que si la inseguridad ciudadana es tremenda y, a la vez, la carestía de la vida la vuelve inalcanzable. Que si el surf ha fagocitado la playa que el pianista tenía delante y que si el mercado inmobiliario es un manicomio, mientras cierran comercios centenarios más apreciados que frecuentados.
Dice uno de los personajes de la última película de Paolo Sorrentino que «es imposible ser feliz en la ciudad más hermosa del mundo». Se refería a Nápoles, pero pongamos que habla de un San Sebastián que, volviendo al principio, puede acabar como Marilyn Monroe: víctima de su belleza, muerta mientras se va quedando dormida.
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