Blas de Lezo, una larga guerra y dos perros de porcelana
La Oreja de Jenkins y una fría venganza
Existe en francés una expresión, sin traducción exacta al español, pero muy descriptiva de ciertas situaciones con las que es posible encontrarse en el día ... a día. O, por supuesto, paseando por caminos olvidados o semiolvidados de la Historia.
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La expresión, traducida, sería «mirarse como perros de porcelana». El equivalente español podría ser algo parecido a «mirarse a cara de perro», pero la expresión francesa es, quizás, más gráfica, más descriptiva, para aplicarla a según y que situaciones.
Sería, por ejemplo, el caso de España y Gran Bretaña que se estuvieron mirando -como dos perros de porcelana- entre 1731 y 1739, sin atreverse a declarar la Guerra del Asiento o de la Oreja de Jenkins que tanta fama daría a Blas de Lezo a causa del asedio a la ciudad de Cartagena de Indias.
Y eso a pesar de agravios como la oreja supuestamente arrancada al capitán Robert Jenkins por un guardacostas español en el año 1731, diez antes de aquel asedio tan infausto para los británicos, haciendo así verdadera otra expresión: la de que la venganza suele ser un plato que se come frío, pues la reclamada por lo ocurrido a Jenkins no se materializaría hasta el año 1739 y, por otra parte, con unos resultados pésimos para Gran Bretaña gracias, entre otros, al tesón del almirante Blas de Lezo.
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Aquellos sucesos, tal y como nos lo relatan documentos como el legajo del Archivo General de Simancas Estado 6882, siguieron este orden: una queja del representante británico en España, Benjamin Keene, decía -con fecha de 19 de julio de 1731- que el capitán Robert Jenkins, patrón del navío Rebecca, había sido tratado de manera bárbara por un guardacostas español. Ahí Keene también exigirá, por orden de su amo (así lo dice él), el rey de Gran Bretaña, que se hiciera una reparación conveniente por semejante agravio.
Esa reparación, según todos los indicios, jamás llegó y los británicos atesoraron ese agravio durante años. Hasta 1739, momento en el que se decidirán a utilizar el viejo episodio como motivo para declarar una nueva guerra que no se atrevieron a provocar en todos esos años. Aguantando ese y muchos otro agravios en los que estarían implicados, además, más guipuzcoanos que Blas de Lezo
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La Oreja de Jenkins, algunos salteadores de caminos y la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas
Aunque el ministro británico Robert Walpole opinaba que Benjamin Keene tendía a ser algo perezoso, lo cierto es que muchos legajos del Archivo General de Simancas demuestran, más bien, lo contrario.
En ellos Keene se manifiesta como un trabajador incansable, escribiendo de continuo al ministro Patiño o al marqués de la Paz -sus contrapartes españolas- pidiéndoles cuentas de los agravios que sufren muchos otros súbditos británicos en esas fechas y de los que Robert Jenkins sólo seria uno más.
En efecto: agravios a británicos no van a faltar en esos momentos en los que Jenkins, supuestamente, pierde la oreja que dará nombre a la guerra que estalla en 1739.
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Agravios que Gran Bretaña, por mediación de Benjamin Keene, tendrá que soportar con franciscana paciencia. Si bien en algunos casos la «reparación conveniente» exigida para el capitán Jenkins tardará mucho menos en llegar. Y hasta será verdaderamente equitativa para el herido orgullo británico e n asuntos en los que están implicados algunos guipuzcoanos.
En el Archivo General guipuzcoano se conserva un buen ejemplo de esos desiguales éxitos de Benjamin Keene a la hora de hacer valer los intereses británicos antes de llegar a las manos. Dos expedientes distintos (CO CRI 171, 1 y CO CRI 169, 3), cuentan el curioso caso de dos salteadores de caminos que provocarán un incidente casi tan grave como el de la oreja del capitán Jenkins.
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Los sucesos tuvieron lugar en el puerto de montaña de San Adrián en el mismo año 1731 en el que el capitán Jenkins perderá, supuestamente, la oreja que provocará la guerra y el asedio contra una Cartagena de Indias defendida con gran pericia por Blas de Lezo.
No es mucho lo que se sabe del suceso por lo que nos dicen esos dos documentos, salvo que dos guipuzcoanos (al parecer vecinos de Idiazabal), Francisco de Eceolaza y Manuel de Igoaran se habían atrevido a atacar y robar a un súbdito británico protegido no solo por acuerdos de paz entre España y Gran Bretaña, sino por su carácter -casi sagrado- de correo oficial.
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En este caso el corregidor guipuzcoano actuará con bastante rapidez -no como en el caso de la oreja de Jenkins- contra esos salteadores de caminos que podrían haber provocado una nueva guerra por ese robo en camino y además contra un correo identificado como tal.
Así consta en el expediente CO CRI 171, 1, donde se dice que los dos acusados habían sido remitidos a la Caja de la Real Chancillería de Valladolid. Es decir: que habían sido juzgados y sentenciados y enviados a ese tribunal superior para recibir un castigo que parece indicar un destino -nada halagüeño- en los presidios del rey.
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Nada de eso, sin embargo, terminaría con los incidentes entre España y Gran Bretaña que, en efecto, se seguirían mirando como perros de porcelana durante años, entre 1731 y 1739, tal y como revela, de nuevo, la correspondencia de Benjamin Keene conservada en el Archivo General de Simancas.
Allí muchos otros agravios contra súbditos británicos seguirían acumulándose sin que, en muchas ocasiones, las autoridades españolas diesen rectificación alguna.
Así ocurrió, por ejemplo, con las quejas archivadas con fecha de 9 de mayo de 1732 en el legajo Estado 6883 de ese Archivo de Simancas.
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En ese documento remitido por Keene aparecía el nombre de la Real Compañía «guipuzcoana» para dar cuenta del agravio comparativo que se hacía a los comerciantes británicos de la Compañía del Asiento. Es decir: la autorizada a traficar con esclavos africanos para América por los Tratados de 1714 que ponían fin a la Guerra de Sucesión y que, a causa de una nueva orden española, debían limitar el retorno de sus fletes americanos a un único puerto y no a cualquier otro elegido por esa compañía. Merma en sus privilegios que, como señalaba Keene, se hacía so pretexto de que así se exigía a la Real Compañía Guipuzcoana...
Todo apunta a que ese incidente, como muchos otros, se resolvió con ese mirarse como perros de porcelana entre Gran Bretaña y España, aguardando ambas potencias el momento en el que uno de esos agravios haría saltar, de nuevo, la chispa de una nueva guerra.
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No ocurriría eso hasta el año 1739 y Gran Bretaña tendría ocasión de arrepentirse de esa decisión, pues más que reparación por incidentes como esos, sólo obtuvo nueve años de guerra, hasta 1748, donde tuvo que endosar terribles derrotas.
Como la que propició, precisamente, un almirante guipuzcoano ante los muros de Cartagena de Indias en el año 1741 y que sólo sería el preludio de muchas otras que llevarían a una nueva paz que, en realidad, sólo abriría otro período de tensa calma, de miradas de perros de porcelana, entre españoles y británicos...
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