No es cierto que nos falte tiempo para quedar con los amigos, admirar una puesta de sol o buscar la belleza entre las páginas de ... un libro. Sin embargo, la primera excusa que nos surge cuando se presenta un plan es «no tengo tiempo». El tiempo está ahí y, si sentimos que se acaba antes o que pasa más rápido, es porque intentamos llenar las horas con más actividades de las que caben en ellas.
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Vivimos la sensación recurrente de que los acontecimientos, las relaciones, los momentos de trabajo y los de ocio se aceleran. Desaparecen las pausas, se contraen los minutos y cocinamos, vemos la tele y hablamos por teléfono de forma simultánea con la ingenua ilusión de llegar a todo. Comemos en menos tiempo. Nos vemos menos con la gente que queremos. Dormimos dos horas menos que hace dos siglos y 30 minutos menos que hace 50 años. Y aún así nos falta tiempo.
Cada día tomamos 35.000 decisiones. La gran mayoría de ellas las toma el cerebro de forma automática pero nos enfrentamos conscientemente a casi 200. Resulta abrumador decidir qué hacer con nuestro tiempo cuando nos hemos impuesto tantos deberes. Las prioridades son esas cosas que consideramos más importantes que otras pero los imperativos sociales, el temor a decepcionar y otros prejuicios hacen que organicemos el tiempo por otros criterios que nuestras preferencias.
Si todo es prioritario nada es prioritario. Los años me van enseñando que lo primero es lo primero. Y el resto, a la cola.
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