Crecimos con tan poco que lo único que nos sobraba eran las ganas. No hay queja de mi juventud, no hubo nada ni nadie mejor ... con quién compararse, pero recuerdo esa época como un tiempo de control moral, cultural y religioso, de privación económica, lúdica y sexual. Aquellos niños sólo dábamos superávit en ideología y he tenido que llegar hasta hoy para entender qué poco entendí.
Porque no había nada lo queríamos todo. Teníamos ganas de lo que intuíamos y desbordábamos ganas, muchas más, de lo que desconocíamos, que era casi todo. Exhibíamos una ignorancia sonrojante sobre todo tipo de temas y lo solventábamos con una imaginación y una curiosidad desbocadas. La falta de medios, de conocimientos, de referencias, despertó un anhelo enloquecido por ver, querer, conocer, amar, vivir, descubrir, probarlo todo.
Hoy, en una de las etapas más liberales de la historia, en el momento con mayor acceso al saber, en una sociedad sin secretos ni pecados ni tabúes, el deseo se está apagando. No sólo el deseo sexual, también las ganas de disfrutar, de comerse la vida, de explorar, de equivocarse. Somos contexto. Cuanto menos teníamos más deseábamos. Ahora, ante una sobredosis de estímulos inabarcable parece inevitable tropezar en la desgana.
No hay lugar para la fantasía en un mundo tan explícito, tan nítido, tan accesible. La imaginación tiene rostro de necesidad y yo, que tengo todo lo que necesito, me rebelo cada mañana por no perder lo que más valoro. Las ganas.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión