Los seguidores de mi columna -soy muy optimista al pensar que tengo seguidores-, saben que siempre me ha interesado la inteligencia artificial (IA). Hace doce años que escribí un libro titulado 'El robot enamorado. Una historia de la Inteligencia Artificial'. Siempre los avances de la IA me han resultado fascinantes. Por ejemplo, las antenas de los satélites ST-5 de NASA fueron inventadas por una IA.
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Estos avances nunca habían desatado tanta polémica como el reciente GPT-4, que incluso ha sido prohibido en Italia. La clave está en que ahora no se trata de diseñar cosas arcanas como nuevas antenas o fármacos, ahora son capaces de «entender» nuestro lenguaje y eso nos afecta a todos. Ver sus enormes posibilidades nos asusta.
En toda nueva tecnología siempre ocurre lo mismo. Hay unos avances normalmente sorprendentes. Cuando los investigadores hablan al público, lo hacen de las ventajas futuras y hacen unas extrapolaciones que nunca se cumplen. La realidad es mucho más tozuda. Un resultado inicial interesante, nunca se traduce en las especulaciones de lo que podría llegar a ser según sus inventores.
Y en este caso es lo mismo. GPT-4 es genial. Tiene unas posibilidades increíbles. Pero de ahí a suponer que van a superar a los humanos y eliminar millones de puestos de trabajo es un salto demasiado grande para ser creíble. Más que sustituir puestos de trabajo, ayudarán a que sean más productivos.
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