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En Cazorla, la guía Marta abre una cancela y dice que a partir de aquí ya no podremos hablar. Entramos en un túnel de piedra, ... de unos seis metros de alto y tres de ancho: una bóveda de cañón por la que corre furioso, atronador, el río Cerezuelo. «Antes suspendíamos las visitas de enero a marzo», me dirá al salir, «porque el túnel se llenaba por el deshielo, pero desde 2019 nunca las hemos interrumpido: ya casi no nieva en la sierra». En el siglo XVI decidieron levantar uno de esos templos renacentistas de inspiración italiana que se iban extendiendo por Jaén, Úbeda y Baeza, pero Cazorla cuelga de la sierra y no tenían espacio llano, así que taparon el río torrencial con esta bóveda de 134 metros y construyeron encima la plaza y la iglesia de Santa María. Lo que sucedió a continuación te sorprenderá. El 2 de junio de 1694 «el cielo abrió sus cataratas», escribió un testigo. La riada taponó el túnel con peñascos y la iglesia hizo de represa hasta que reventó: el tsunami destruyó Cazorla y mató a 64 personas. Un cáliz de plata apareció a doce kilómetros.
La provincia de Jaén ofrece un catálogo de catedrales y palacios renacentistas, solemnes y triunfantes, pero ninguno me conmueve como la iglesia de Cazorla. Solo queda el ábside en ruinas, restos de muros y una torre, ningún techo. Será influencia de Oteiza, pero veo un terreno sacro delimitado por piedras y abierto al cielo, en busca de respuestas a la tragedia y la angustia: un crómlech involuntario.
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