No acabo de entender la idea del perdón. Quizá por su origen religioso veo el acto de perdonar como algo muy elevado, un don más ... propio de divinidades. Me interesa del perdón el poder sanador de la palabra, su capacidad de mediar entre dos personas separadas por una ofensa. Me alivia pedir perdón pero, más allá del reconocimiento de la culpa, me da pudor perdonar y no siento un consuelo especial cuando me perdonan.
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Creo mucho más en el poder terapéutico de olvidar, así que tampoco he conseguido aún descifrar la frase «perdono pero no olvido». El resentimiento es un sentimiento indigesto que se repite en el estómago y cuando se hace úlcera ya es imposible olvidarlo. Por eso entiendo que alguien no puede perdonar hasta que la ofensa que provocó el dolor desaparece de la conciencia.
Llega una edad en que uno hace inventario de sus dolores. Rellena algo parecido a una declaración de bienes, una declaración de males, donde detalla su patrimonio de emociones, cuenta las cicatrices en el orgullo, repasa deudas y pesa los pesares. Me pregunto cuál es el rencor más viejo que guardo y me alegro de no encontrar nada reseñable.
Olvidar es avanzar, dejar atrás traiciones y ofensas hasta que se hacen diminutas en el retrovisor y, finalmente, desaparecen de la vista y del recuerdo. Escribió Borges que el olvido es la única venganza y el único perdón. No sé si olvidar te hace mejor persona pero, sin duda, libera mucho espacio en la cabeza y en el corazón.
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