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Salía pedaleando de un pueblo italiano por una carretera amplia, solitaria, cuando de repente un bus escolar vacío me adelantó a toda velocidad, a centímetros ... de mi codo, y frenó de golpe para arrinconarme. El chófer abrió la puerta, me insultó y me gritó que fuera por el carril bici. «¡Pero si no hay!». «¡Pues vete por la puta acera!». Llevo años pedaleando por Italia y no me acostumbro a la exagerada proporción de conductores agresivos.
Seguí mi paseo con el ánimo revuelto y me acordé de aquel revisor del bus de mis tiempos universitarios, que disfrutaba provocando conflictos con los pasajeros, encarándose y dando órdenes a voces, enviándonos de vuelta a la ventanilla o amenazando con dejarnos en tierra por cualquier bobada. También recordé a mi profesor en la autoescuela, que fumaba puros en el coche y solo rompía su silencio para ladrar instrucciones y humillar a los alumnos -uno paró en mitad de una avenida y se marchó llorando-.
Pensé en esos tipos que aprovechan su diminuta parcela de poder para machacar al prójimo y me los imaginé en una guerra civil. Suena exagerado, pero acababa de leer 'No matarían ni una mosca', un libro en el que Slavenka Drakulic retrata a «hombres ordinarios» que en las guerras de los Balcanes se comportaron como criminales «por oportunismo, miedo o convicción». Pensé en toda esa crueldad, apenas contenida por una leve corteza de civilización, que brota a chorros cuando alguien reparte armas, impunidad y justificaciones.
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