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Desde Toledo, pedaleo por los campos ondulados de olivo y cereal, entre afloramientos de granito, y voy contando las liebres que atraviesan el camino ante ... mis narices, volando con las orejas tiesas, hasta que llego a veintipico y pierdo la cuenta. Las lluvias de marzo aún dejan arroyos desbordados y navas empantanadas: salgo de ellas con los pies mojados y barro hasta media rueda. ¿Qué hace Castilla con mi bici?, me pregunto en las horas tontas de pedaleo. Está claro: Castilla la mancha.
¿Te has escapado de la Vuelta a Cataluña?, me pregunta un tractorista. Me escapo del trabajo, pero me persigue veloz, le digo (y apunto el diálogo para esta columna).
Supero el portillo de Los Yébenes y me da la risa floja: para un castellano sería impresionante ver el mar por primera vez, pero un guipuzcoano se aturde cuando descubre el océano seco de La Mancha. Pedaleo una recta de veinte kilómetros, mi cerebro no tiene nada a lo que aferrarse, y cuando de repente surgen los molinos de Consuegra, entiendo muy bien al Quijote.
Subo al último piso de un molino, donde la tremenda rueda dentada transmitía el movimiento al eje que hacía girar las muelas, y veo ocho ventanillos en todo el perímetro: el molinero sentía por dónde entraba el viento y le enfrentaba las aspas. Cada ventanillo lleva el nombre de un viento, cierzo, toledano, matacabras, y así sé que debo dar las gracias al ábrego hondo, que me ha empujado en la recta desesperante y me ha abreviado una pizca la locura.
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