Cada día, al subir a la redacción por la escalera de caracol, miro la placa en memoria de Santi Oleaga. En ese instante, a diario, ... evoco la confusión, el dolor y el miedo, por qué no decirlo, de aquella trágica mañana. Con 25 años y recién salido de la facultad, el asesinato por ETA de nuestro compañero y director financiero ponía en la cruda realidad a aquel joven reportero que cubría atentados, kale borroka, manifestaciones y mítines. Detrás de la gran tristeza por el asesinato de Santi y el dolor de su viuda, Amaia, mujer de gran entereza, y sus hijos, a uno en su interior le asaltaban todo tipo de temores. Y es que estaba claro que todos éramos objetivo de ETA, pero el compromiso con los lectores obligaba a seguir. Había que continuar aunque a la noche, al irte a casa, el miedo te obligara a acceder al garaje cada día por un camino distinto, con el inconveniente de que no había tantos. Aunque por las mañanas uno tuviera que mirar torpemente debajo del vehículo a ver si había algo raro y contuviera la respiración tras arrancar. O aunque tuvieras que dejar la placa del buzón o la puerta de tu primera casa con el nombre del anterior vecino para que nadie supiera que allí vivía un periodista. Me acuerdo de compañeros supervivientes como Aurora Intxausti, Juan Palomo o Gorka Landaburu. Nunca olvidaré a José Luis López de Lacalle, al que hice la última entrevista tras el enésimo ataque a su casa antes de que ETA le asesinara en Andoain. En esa misma localidad, dos años más tarde, en el atentado a Joseba Pagazaurtundua, se me quedó grabada la imagen, surrealista, de la compañera Genoveva Gastaminza buscando testimonios en la calle protegida por un escolta. Y me quedo con la firmeza de José Gabriel Mujika, director de DV durante 25 años, que llevó a este periódico a dar una lección de generosidad y altura de miras cuando, una década después, el horror cesó para siempre un jueves 20 de octubre de 2011 a las siete de la tarde. En ese preciso instante, mi primer pensamiento también fue para Santi.
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