Para los que no somos profesionales de la escritura intentar trasladar a un papel los sentimientos tan profundos que dejan una huella como aquella no ... es una cosa que se haga con la frialdad que da el paso del tiempo ni mucho menos con agrado.
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No hace falta que nadie me diga que ya han pasado 20 años porque recuerdo aquel 24 de mayo como si hubiese sido ayer mismo. Mejor dicho, mi flash-back del asesinato de Santi arranca la víspera, cuando antes de irnos a casa, ya de noche, entré en su despacho, pegado al mío, con la intención de trasladarle mi temor por la difícil situación que estábamos pasando algunas personas del periódico, e insistirle en que debíamos estar muy atentos y no bajar la guardia.
En un momento dado, como ya era muy tarde, decidimos aplazar la conversación hasta el día siguiente, no sin antes haberme rebatido con firmeza todos mis argumentos; sólo me admitió que además de sufrir algunas amenazas y algún susto, cabía la posibilidad de que intentasen amedrentarnos poniéndonos un artefacto. ¡Qué equivocado estaba y cómo lamento mi poca capacidad de convicción! Recuerdo perfectamente que a primera hora de la mañana del día siguiente tenía una cita fuera del periódico, y que una hora más tarde, cuando terminé, pasé por el Hotel Niza a saludar a un amigo, que asombrado de que no supiese nada, me dio la noticia como buenamente pudo. Como no me lo podía creer, conecté el teléfono –se me había olvidado hacerlo al salir de la reunión– e inmediatamente me di de bruces con la realidad. Rápidamente cogí el coche, llegué al DV como pude, y ya todo fueron abrazos, llantos e incredulidad, mucha incredulidad. ¡Era tan injusto! Su único pecado era haber trabajado para este periódico con el único objetivo de ser un grandísimo profesional, un gran directivo y un excelente compañero.
Santi, tienes una deuda conmigo: retomar aquella conversación que dejamos pendiente esa noche del 23 de mayo, pero que sepas que esta vez no podrás decirme nada porque iré cargado de razones.
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