Un viaje por los cuadros de Ignacio Zuloaga
El pintor guipuzcoano plasmó la identidad española en medio de una crisis cultural y social
Aunque es reconocido por sus obras que retratan la «España negra», a lo largo de su carrera Ignacio Zuloaga construyó un legado rico y diverso. Transitó por el costumbrismo andaluz, el mundo taurino y el flamenco, se adentró en los paisajes de la España vaciada e inmortalizó la contracara de la realidad que muchos pintores de su época solían ignorar. Sus pinturas son profundamente realistas y reflejan tanto la belleza como los defectos y la dureza de la vida.
Zuloaga se consolidó como uno de los pintores más destacados del siglo XX . Su obra, galardonada con numerosas distinciones y premios tanto a nivel nacional como internacional, lo posiciona hoy como un referente indiscutible del realismo español.
Esta pintura es un retrato de su padre en la intimidad de su taller, el reconocido damasquinador. Es una obra temprana en su carrera que plasma el recorrido del pintor en ese momento, moviéndose entre las influencias del realismo español y las corrientes europeas de fin de siglo. De hecho, la obra refleja las preocupaciones de la Generación del 98 por desvelar la identidad española, valorando la tradición artesanal familiar.
Su estilo y su pincelada se alejan de las vanguardias francesas, que experimentaban su auge en aquella época, a pesar de haber ido a París a formarse. Los trazos de Zuloaga se inscriben de lleno en el realismo, ya que son sueltos pero controlados, mostrando claras influencias de Velázquez y Goya. El artista, además, realiza un manejo magistral de la luz, con un gran dominio de los claroscuros.
En 1903, la mirada de Zuloaga, tras su estancia parisina y su temporada en Andalucía que tanto marcó su obra, ya estaba consolidada. Esta pintura es un manifiesto del folclore del que se enamoró viviendo entre la cultura gitana y el flamenco, en un momento decisivo para el país, cuando el resto de Europa miraba con curiosidad el debate entre la tradición y la modernización.
La bailarina es la protagonista absoluta de la obra, que ocupa de la composición y establece contacto visual con el espectador. En su paleta predominan los rojos, los ocres y los negros, colores que evocan la identidad española. Zuloaga envolvió la figura con una iluminación dramática pero cálida, creando una intimidad teatral.
Fue en Segovia donde Zuloaga encontró su gran fuente de inspiración: la «España negra». El artista comenzó a pintar zonas rurales, austeras y tradicionales con crudeza, mostrando la realidad del país sin idealismos. El motivo taurino es, sin dudas, el símbolo por excelencia de la identidad española, y su elección fue fruto de la crisis de fin de siglo.
Los torerillos disponen el espacio con una armonía casi ceremonial. Su distribución y sus semblantes crean una narrativa. Zuloaga pintó a los personajes con una solemnidad que recuerda a las pinturas monárquicas, lo que posiciona a la tauromaquia como una tradición ancestral.
Una mujer semidesnuda en su tocador se mira de reojo en el espejo que la enfrenta y contrasta con la escena que se desarrolla al otro lado de los cristales. Zuloaga pintó aquí un ambiente erótico y marginal, donde los tonos ocres y rojos se enfrentan a las luces del exterior, mientras la penumbra envuelve a la mujer iluminada por un haz de luz. Una vez más, el claroscuro aporta dramatismo, pero también sugiere vulnerabilidad y decadencia. Pero, sobre todo, muestra la realidad más íntima y descarnada.
El realismo extremo de Zuloaga impregna una escena del barrio de San Millán, en el centro de Segovia. Se trata de un realismo directo y seco, muy influido por Goya. Aunque no representa un lugar periférico, en aquel momento era una zona muy pobre.
Zuloaga organizó a los personajes de la composición —un grupo de ancianas enlutadas— en forma de triángulo, recurso frecuente en su obra. Las pintó con un aspecto siniestro, envueltas en pesados ropajes que acentúan la oscuridad de la escena. En contraste, sus rostros, visibles bajo los velos, aparecen iluminados, lo que intensifica el dramatismo de la pintura. Solo una de ellas, en el centro, dirige la mirada al espectador, rompiendo con la indiferencia del grupo.
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