Oigo voces y es algo que recomiendo
Desde que el anarquista Buenaventura Durruti proclamó, en algún momento de injustificada euforia con pies de barro, aquello de que «al fascismo no se le ... discute, se le destruye», la cita ha hecho fortuna con resultados desastrosos. Del manoseado dicho, estaría bien la primera parte si se cumpliera la segunda. Sin embargo, el tiempo, que es un maestro severo, se ha encargado de demostrar que algo falla en la soflama, tanto ahora como entonces, porque el hecho constatable es que aquello que había que destruir aún goza de magnífica salud.
Y ahora se dan citan dos fenómenos: el citado «al fascismo no se le discute» y, a la vez, uno nuevo: «todo es fascismo». Conclusión: no hay nada que hablar, es la hora de que las consignas, los refranes y el eslogan sustituyan a los argumentos. Sólo así se entiende la hostilidad con la que se reciben algunas entrevistas, incluso antes de que se publiquen o se emitan. Cabe preguntarse qué concepción del periodismo albergan quienes concluyen que entrevistar a un personaje equivale a simpatizar con el entrevistado. Hoy, el mero anuncio de la emisión de una entrevista a, pongamos, Nicolás Maduro levanta sarpullidos.
A comienzos de los noventa, hasta la CNN -y también alguna televisión española- entrevistó a Sadam Hussein, un sátrapa capaz de gasear a su propio pueblo.
Por aquellas mismas fechas , Christopher Silvester recopiló en un volumen lo que a su juicio eran 'Las grandes entrevistas de la historia' (Ed. El País Aguilar). El título es preciso porque en absoluto son las mejores entrevistas, sólo las más grandes en la medida en que los entrevistados lo son. Hoy la publicación de semejante libro resulta inimaginable. Por sus páginas desfilan científicos, artistas, escritores, arquitectos, cineastas y santurrones, pero también se recogen Hitler, Mussolini, Stalin, Mao o Al Capone. A los periodistas que las firman se les acusaría de contemporizar con el crimen o, peor aún, de blanquearlo y el recopilador se pasaría la vida explicando qué criterios ha aplicado en la selección y a continuación, pidiendo perdón. También Jesús Quintero entrevistó en 'Cuerda de presos' a condenados por crímenes varios, algunos, especialmente horrendos, pero a nadie se le ocurrió pensar que estuviera compadreando con el enemigo. Simplemente, se limitaba a preguntar, escuchar y repreguntar. El que hablaba era el otro y el que habla tiende a ahorcarse con la soga de sus propias palabras.
Ahora, se alzan las voces, no para pedir más, sino para exigir menos. No hay que entrevistar al delincuente. Detrás de esta hostilidad a que otros accedan al desagradable argumentario del enemigo lo que hay es una profunda desconfianza hacia el prójimo, al que se le supone un débil mental, mezclado con un complejo de superioridad intelectual –«eso a mí no me va a suceder»-. En realidad, es al revés: hay que andar muy frágil de convicciones para temer los estragos de la verborrea, más cuando no viene avalada por los hechos. Qué efecto puede tener a estas alturas cualquier cosa que diga Maduro, cuando los discursos palidecen ante la realidad. En ese punto de ruptura se sitúa la responsabilidad del entrevistador. Y ya de paso, la diferencia entre el periodismo y Oliver Stone.
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