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El trastero del Capitán Ahab
Un almacén oculto en un barrio de Donostia atesora miles de joyas que no tienen cabida en el Aquarium
Los desvanes llevan al ostracismo piezas de incalculable valor histórico, que son olvidadas en una lenta y oscura condena. Recordarlas les otorga la esperanza de ser expuestas y volver a la vida. El Aquarium de Donostia guarda un catálogo de más de 22.000 piezas sumergidas en un fondo de reserva. Bajo la apariencia de un almacén se abren galerías misteriosas repletas de tesoros marítimos, que en muchos casos, no han sido nunca iluminados por los focos del museo. Dos guardianes custodian las llaves de un búnker oceanográfico. Alex Larrodé, coordinador del área de museística y su ayudante Iñaki Chivite, se convierten en los guías de las grutas del otro Aquarium, en unas coordenadas secretas del subsuelo donostiarra.
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Un portón metálico da paso al primer cubículo que cobija grandes volúmenes. Esqueletos de cetáceos donde destaca una beluga adquirida en Dinamarca en 1890, la maqueta del navío 'San Juan Nepomuceno' que participó en la batalla de Trafalgar al mando del almirante Churruca, un batel de madera o esculturas de calado. Un cajón de sastre en el que siglos y motivos se entremezclan. El trastero imaginario que Herman Melville describiría para el Capitán Ahab, el perseguidor de 'Moby-Dick'. Alex trabaja rodeado de tantos retazos históricos que «a veces la memoria se me reinicia, me acuerdo de algún objeto y me digo 'Eh, pero si tenemos esto'. Elementos que pueden servir para alguna exposición». Conocedor del valor de lo guardado, cita el espacio como «el mayor problema de los museos». El antídoto para este mal ha propiciado «estos almacenes, las salas de reserva. En estos lugares hay obras tan buenas o incluso mejores que las que están expuestas», recalca Alex.
Huida del 'horror vacui'
La expresión latina que explica el 'miedo al vacío' en las obras de arte «era el denominador común de la antigua museografía. Cuando en 1928 se inauguró el Aquarium las paredes estaban llenas de objetos». Una saturación que restaba claridad conceptual. «Hoy en día se recurre a algunas piezas aunque tengas 200. Antes se sobrecargaba, no había ni un sitio libre. Hoy utilizamos un elemento para hablar de un concepto». Las selecciones crean museos más minimalistas y funcionales, mientras el barroquismo se desplaza a los almacenes cada vez más repletos.
Se guarda el esqueleto de una Beluga de cinco metros comprada en Dinamarca en 1890
«En total manejamos un catálogo de 22.247 piezas», precisa Larrodé. «De todas ellas 10.000 son conchas, una colección global, donada por Ernesto Arrondo. Solo tenemos unas 500 expuestas. No podríamos enseñarlas todas». El volumen provoca que las elecciones «no partan siempre de criterios meramente científicos. En este caso, la estética juega un papel fundamental. No es lo mismo exponer unas conchas que un rorcual», apunta Álex. Ante una cantidad de objetos creciente y una falta de espacio latente, los museos han buscado otras formulas para difundir su patrimonio y favorecer futuras sinergias, como son los catálogos 'online'. «En nuestro caso, los condicionantes son tener fotos de buena calidad de las piezas, así como una descripción en cuatro idiomas. Por el momento tenemos algo más de 400 elementos listados».
Manuscritos y saín
Se atisba un pasillo profundo. «En total tenemos 1.000 metros cuadrados de superficie. Hay once salas temáticas donde podemos controlar la temperatura y la humedad según las necesidades». Unas condiciones estables durante todo el año que permiten que las embarcaciones, esqueletos o maquetas «no sean cubiertas por el polvo ni deterioradas por la humedad».
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La cifra
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22.247 piezas de catálogo son las que posee el Aquarium de Donostia en su totalidad. 400 de ellas son parte de un catálogo 'online' disponible en www.aquariumss.com
La segunda puerta descubre una biblioteca con «un manuscrito de Jerónimo de Aizpurua del siglo XVIII que habla sobre el sistema de construcción de Gaztañeta, el fondo de archivo de la Sociedad Oceanográfica de Gipuzkoa desde 1908, el de Salvamento Marítimo o el de los astilleros Mutiozabal de Orio», detalla Larrodé. «Se conservan 550 planos de todos los barcos construidos allí. Algunos más artesanales que otros, a lápiz o a tinta». Documentos de interés para cuando se remodele la factoría oriotarra. El cuidado de la biblioteca exige «una catalogación periódica». Antes de salir, Iñaki repasa el humidificador.
Alex acciona la cerradura del taller. «Es el sitio para restaurar, procesar ejemplares, investigarlos, fotografiarlos o catalogarlos. Los cuchillos son para los que se portan mal», bromea. Su compañero se gira con una sonrisa. «Iñaki lleva un año con nosotros procedente de 'Pauso Berriak' y su trabajo es inestimable para gestionar las colecciones en el almacén». En la mesa descansan tanto una foto de Alberto de Mónaco en restauración como un recipiente lleno de saín, aceite de ballena procesada según la receta del siglo XVI. «El color es muy intenso. Aquí estuvimos troceando piezas de la ballena y cocinando. El olor era intenso. Duro días». A pocos metros, un improvisado estudio fotográfico donde inmortalizar los tesoros.
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Monstruos en formol
Camino al siguiente punto se avistan un ancla 'navy' y una tortuga disecada de grandes dimensiones junto a unas costillas de ballena. Es la entrada a la cámara de los horrores, que recopila docenas de especímenes en botes de formol. Pequeños monstruos marinos como rapes o pulpos, que adoptan formas fantasmagóricas. 'Octopus bulgaris' reza una de las etiquetas, junto al nombre de Cuvier y el año (1797) en el que el científico le puso tal nomenclatura. En tanques reposan animales mayores, como marrajos o un esturión en un jugo anaranjado. «Este esturión no está catalogado porque no sabemos su procedencia. Puede datar de 1932 o provenir de una captura de arrantzales de Donostia en 1974. El formol con el paso del tiempo se ha ido coloreando. No le afecta, pero hay que hacer un mantenimiento». A la salida, unos cañones se hacen familiares. «Sí, son los que estaban en la entrada del Aquarium», confirma Alex.
El salón de la fama
El laberinto llega a otro acceso. Una hilera de estructuras metálicas azules deja descubierta una fila, presidida por imponentes cuadros de Oquendo, Gaztañeta o Blas de Lezo, estrellas de la marinería vasca. «Algunos son réplicas del Museo Naval de Madrid», apunta Alex. «Formaron parte de una exposición en 1913. Algunos de nuestros fondos proceden de ella». «En la siete», avisa Iñaki. «Abre». Accionado por una rueda, como si fuera el portón de un castillo medieval, dos estruendos metálicos preceden al traqueteo de unas cadenas que ensanchan otro pasillo. Esta vez, son maquetas de barcos. Surge el Mamelena, uno de los barcos míticos de Donostia «de la familia Mercader. Hubo hasta un Mamelena VII» apunta Alex. «¿Ése es el muñeco que nos tenemos que llevar?», pregunta Iñaki. «Sí, nos llevaremos el 'ninot' de Elcano para restaurar», confirma Alex.
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Armas y aparejos
A pocos metros una fila de espadas invitan a un duelo al amanecer. «Aquí te puedes sentir un corsario». Alex desenfunda un sable. «Algunas no tienen casi filo. Luchaban a golpes y pinchando. Otras como esta -enseña un filo carcomido por la herrumbre-, nos mataría por una infección» bromea Larrodé. «Son donaciones de familias de condes o duques, algunas de ellas en muy buen estado», destaca Alex.
A las espadas les suceden los arpones balleneros. Pura artesanía medieval. «Este es de doble punta, el clásico. Luego están estos, forjados con un resorte. Al lanzarlo traspasaban la piel del animal, saltaba la anilla y no había forma de sacarlo». Era lo más eficiente para estar amarrados a las ballenas desde la txalupa.
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Agujas para coser redes, antiguas 'malutas' para pescar túnidos... un listado inabarcable «Hay más salas. Tenemos hasta una foca disecada. Llegó en los años 50, en un bacaladero que la adoptó como mascota. Aquí no sobrevivió al no estar en su hábitat. No había conciencia entonces», lamenta Larrodé. Ante las constantes caras de asombro a su alrededor, Alex pregunta con una sonrisa: «¿Hace tiempo que no pasáis por el Aquarium no?».
Muerte poco noble para las ballenas
«Los arpones clásicos no mataban a la ballena», explica Larrodé sujetando una lanza larga. «Se hacía con esto. No tiene garfio. Se lanzaba apuntando a los pulmones y se recuperaba repetidas veces. No existe un golpe de gracia en los cetáceos. Les creaban muchas hemorragias internas hasta que se ahogaban en su propia sangre». Eran otros tiempos. Se cazaban para sobrevivir y como energía. En Orio se capturó la última de Euskadi en 1901». Con los siglos se perfeccionó la técnica con fusiles arponeros. Hoy día Japón, Noruega, Islandia y los 'Inuits' siguen capturándolas.
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