La agenda portátil
Un poco de Camino es mucho: llegando a SantiagoKerido diario: hoy espero pisar la Plaza del Obradoiro. Días de mochila con las elecciones, Murakami y Tina Turner a vista lejana de zapatilla
Uno se pone a andar y ya no se detiene. Si no hay imprevistos hoy llegaré a Santiago. Escribo bajo un sauce llorón en O ... Pedrouzo, a sólo veinte kilómetros del destino compostelano. He pasado la semana recorriendo las etapas gallegas del Camino. Empecé en Sarria y este mediodía espero pisar la Plaza del Obradoiro. He escapado de nuestra campaña electoral: para mí la «jornada de reflexión» empezó el lunes. Mañana volveré a Donostia y votaré, como siempre, al menos malo.
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Este tramo final del Camino está ya lleno de peregrinos en estas fechas de mayo, así que mejor no imaginar cómo será en verano. Bueno, me lo explica un vecino con retranca gallega (valga la redundancia): «En agosto esto es como Magaluf pero todos con mochilas Quechua». Ahora encuentras al menos ratos de soledad entre tantos japoneses, norteamericanos, franceses o alemanes (y españoles, claro): hay paisajes maravillosos, buen rollo y esa catarsis que algunos sólo logramos a base de zapatilla.
A ratos alcanzas el nirvana y te sientes el tipo más feliz del mundo subiendo una cuesta rodeado de vacas, y en otros momentos te preguntas qué estoy haciendo aquí, con lo bien que estaría en el sofá de casa. Porque hay etapas de 30 kilómetros, como la de Palas de Rei hasta Arzúa, que son como una gran historia del mundo en seis horas largas de senda.
El Camino se va sofisticando, advierten los veteranos: cada vez es más un plan vacacional o reto deportivo y menos una experiencia religiosa o «hacia dentro». Y se ha generalizado el uso de los servicios que te llevan la maleta de un destino al siguiente: al llegar al final de etapa ya tienes ya tu equipaje. Es menos romántico pero más cómodo, sobre todo cuando ves a quienes sufren con su gran mochila a cuestas. Yo hago Camino de señor mayor, y en los ratos de euforia canto para mis adentros «Miña terra galega» o «Fai un sol Carallo», himnos de mis años jóvenes.
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Empecé en Sarria, sí. Pasé por Portomarín, ese pueblo reconstruido en la década de los 60 después de que el viejo emplazamiento fuera anegado por un embalse. Arzúa, Melide, O Pedrouzo... Galicia nunca defrauda, y los gallegos tampoco. Me gusta ese humor socarrón que se respira aquí, la amabilidad discreta, su fatalismo sabio: los gallegos son como vascos que se toman menos en serio.
Un millón de vacas
A ritmo de zapatilla todo queda más lejano. He respirado bosques de eucalipto que desprenden un aroma más intenso que el más agreste caramelo de farmacia. He visto cientos de vacas, confirmando eso que decía Manuel Rivas (el gran escritor, ahora «el padre de Martiño Rivas») de que Galicia es el país del millón de vacas; he comido pulpo y empanada en raciones gigantes (aquí «pintxo» es un plato lleno) y he bebido esos aguardientes que llaman «el ibuprofeno gallego» porque resucitan a toda la santa compaña.
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Cada mañana me conecto a las noticias, aunque algunas me vienen dadas. En medio de una aldea perdida me saluda una pareja de lectores donostiarras: «Hemos visto el premio a Murakami y nos hemos acordado de ti», me dicen. Sí, soy de los que piensan que cuando Murakami es bueno, es muy bueno, pero cuando es muy Murakami, es peor. Pero qué buenos ratos pasé leyendo al japonés. También me escribe mi amigo Carlos: «¿No vas decir nsds de aquel concierto de Tina Turner en el poli de Anoeta a principios de los 80? Fue fantástico». Contado ha quedado ya en el periódico.
Espera, Santiago, que ya llego. Y mañana, a las urnas, citoyens.
mezquiaga@diariovasco.com
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